Entré ayer a una librería y me asaltó un dependiente. Podría haber sido peor. Podría haberme asaltado un libro de autoayuda, un mosquito tigre o una guía de Bizancio. Me zafé del dependiente como pude. Pero en el momento en el que me zafaba caí en la cuenta de que para escribirlo luego habría sido mejor librarme que zafarme. Zafar es un verbo que entiende menos gente. Hay que zafarse de esa gente. Librarse lo entiende la gran mayoría. Aunque libren. Una vez que el dependiente me dejó en Guerra y paz pude continuar mi vuelta por los anaqueles mirando volúmenes y sopesando si adquirir una novela de Reverte que al estar ya disponible en edición de bolsillo es más barata que las de tapas duras. Sólo vale doscientos millones de euros. Lo que pasa es que cada vez que voy a esa librería leo un poco de esa novela. Ya llevo cien páginas. En unas cincuenta visitas. Soy un gorrón de libro. Eso sí, las cañas de los demás las pago todas. No hay ronda de gambas que se me resista, ni la última de cubatas. Pero por un libro soy capaz de ahorrar lo que no está escrito. Es decir, que como no está escrito no está en ningún libro. Puede que no haya ningún libro sobre ahorrar, entonces. Me puse a buscar, pero sí. Sí había. El autor era un canadiense Nobel de Economía, que sin embargo en la foto de la solapa tenía cara de médico noruego. Sopesé si adquirir el libro o no, pero ya en el prólogo se advertía claramente: lo mejor para ahorrar es no gastar en cosas innecesarias. Eso hice. Dejé allí el libro sin comprar y con los 22 euros que costaba decidí que después de salir de la librería compraría alguna cosa verdaderamente necesaria. Justa y necesaria en realidad. Subí a la planta superior de la librería, que es donde están las novelas de crímenes y misterios. Y allí estaba el dependiente. No sé cómo pudo haber subido antes que yo. Era un misterio. O sea, estaba en la planta correcta. Esta vez no iba a cometer el error de zafarme.

Decidí ignorarlo. Él a mí también. Cuando dos personas se ignoran y están a solas en una librería nadie ignora que es imposible saber qué va a pasar. En un mundo mejor, ambos nos pondríamos a leer. Sin embargo, nos pusimos a disimular. Yo por mi parte disimulé tanto que abrí una de Camilleri y casi me la leo entera. El dependiente disimuló también tanto que acabó bajando a la planta baja y se puso a atender y a informar y a saludar y se hinchó de vender libros. El dueño no querrá zafarse de él nunca. Aún estoy en la librería. Disimulando y escribiendo.