Anoche cené una promesa electoral y hoy me encuentro fatal. Era una promesa ligera, verde, le eché sólo un poco de atún y una pizca de aceite por encima y me la comí con gusto mientras hacía zapping entre un Logroño-Sestao de la temporada 86-87 y un reportaje que desvelaba al fin la descarada intervención de alienígenas en el naufragio del Titanic. Fue terminar el partido y acostarme. El Titanic seguía a flote. El Logroño, no. De primeras, concilié bien el sueño, lo cual a cierta edad ya va siendo una noticia. Pero al rato comencé a sentirme raro. La promesa se repetía. Iba del estómago a la garganta una y otra vez. Me levanté y bebí una promesa del grifo. Era una promesa líquida. Como de mitin en ciudad mediana sin mucha posibilidad de escaño. La mezcla no fue muy buena. Ya no dormí más. Iba a dar vueltas en la cama pero como no es muy ancha di vuelta. Una sola. Me paseé por la casa, encendí la batidora por ver si despertaba a alguien, puse la radio y al cabo de un par de horas, cuando ya clareaba, me acosté de nuevo. Hubiera querido escribir me acosté nuevo. Las promesas siguen ahí, en la garganta. No se hacen realidad ni se hacen evacuables ni se hacen nada. Y aquí estoy, escribiendo y sin atreverme a prometerme a mí mismo que me iré pronto, no vaya a ser que mi cuerpo metabolice también esa promesa como algo pernicioso. No sé muy bien lo que es pernicioso, pero como suena mal y parece algo malo, lo empleo espero que no de forma perniciosa. Hay quien me aconseja que me tome otra promesa. Que eso me quitará la resaca de la anterior. O que una promesa con otra verde se quita. Pero no sé. Hoy es el último día de campaña y tengo delante un montón de promesas apetecibles. Suaves, amarillas, rojas, negras, dulces, con azúcar, deliciosamente jugosas, con sabor a champán también. Las hay fiscales, industriales, impositivas, para viejos, para jóvenes, para filatélicos, cojos, ápteros o vocingleros y estudiantes. Pero no me atrevo. Mañana no habrá promesas y tal vez vuelva a encontrarme mal porque me he tragado casi dos al día, una como la de ayer, en la cena, y otra a distinta hora.

Mis amigos ya me tienen advertido sobre las promesas. Hay uno que no se traga una desde los tiempos de la Facultad, cuando un profesor de Químicas le prometió que en diez o quince años el hombre colonizaría el espacio. Ya hace veinte años. De la promesa, no del asentamiento espacial, que no se ha producido. Anoche cené una promesa. Me sentó fatal. Tengo el cuerpo electoral extraño. Mañana ayunaré. Y el domingo, ya veremos.