Ser directora de un colegio es una hermosa tarea difícil. Hay responsabilidades pedagógicas, que son las que se reflejan en el proyecto educativo, humanas, derivadas de la coordinación de profesorado, alumnado, madres y padres y servicios, y administrativas, esas que se convierten en papeleo, programaciones y otros etcéteras engorrosos. Pero una buena directora hace bastante más que eso: sabe convertirse, con sabiduría, respeto y amor, en el centro, el motor, la luz y el movimiento del lugar que le haya tocado dirigir. La directora es el alma, o la parte principal del alma (sin un buen equipo poco podría lograr), de un colegio, quien lo hace navegar y quien le impide estancarse, mustiarse, entristecerse, averiarse o desanimarse. Esto trasciende con mucho esas tres responsabilidades enunciadas arriba, ya que suma a lo pedagógico, lo humano y lo administrativo una cualidad intangible: la de ser capaz de contagiar un entusiasmo bien enfocado a todos aquellos que entran en relación, de un tipo o de otro, con ella.

Mi directora ideal, por eso, sabe su oficio, pero además: sonríe desde el centro de la Tierra y pase lo que pase (incluso cuando llora sonríe porque sus lágrimas, por arte de magia, se juntan en sus ojos y en sus mejillas formando un arroyo que habla más de la felicidad que del desasosiego, y parecen más destinadas a regar los árboles del patio que a llenar copas de sufrimiento); se emociona con el dibujo de una niña de tres años más que con todos los picassos del mundo porque se ha puesto de parte de la vida de la primera antes que de la genialidad o el arte de los segundos; posa en las fotos conmemorativas de las distintas clases con discreción milagrosa, ya que cuando uno mira esas fotos, y al margen de dónde se haya colocado ella, siempre le parece que está al lado de su hija o de su hijo, es decir, cuidándolos como un ángel tutelar, como una sombra protectora, como la capitana de un barco atenta a las posibles tormentas que anuncia el horizonte; se conoce todas las historias de todos sus alumnos y sabe ponerle palabras (incluso palabras que no existen, esas que no dicta la razón sino la intuición) cuando toca hacerlo y silencios (también, si toca, silencios imposibles, los del cariño y la solidaridad que no caben en el lenguaje) cuando es eso lo que pide el momento; no vive acelerada y presa del tiempo, aunque tenga mil asuntos pendientes y urgentísimos, porque es ella la que parece estar hilando el tiempo (y en una rueca, como en los cuentos antiguos), modelando el tiempo (con barro, con cera, con plastilina) e incluso haciendo ella misma el tiempo (en la fábrica abierta veinticuatro horas de su corazón gigantesco); es sólida y frágil sin contradicciones porque ha aprendido que la solidez no es útil sin la fragilidad y viceversa (un principio del budismo zen que ya practicaban, miles de años antes de que surgiera esta espiritualidad, las nubes y las rocas, las aves ylos peces, los soles y los bosques).

Mi directora ideal se llama Gloria y este curso deja, por razones personales y profesionales, el colegio donde mi hija Ada lleva siete años estudiando. Para la fiesta de clausura se ha vestido un traje rojo, se ha puesto unas gafas de sol de colores y ha dicho muchas veces gracias a quienes le hemos dicho gracias muchas veces. Siempre la querremos. Mucho. Unánimemente. Porque no ha podido hacerlo mejor y porque ha sido, en efecto, la directora perfecta, nuestra directora ideal.