Que teatro está la vida. Teñida de comedia, en pie de drama, con el absurdo esperando a un Godot que no llega nunca y con Shakespeare reinando en la tragedia de cada día. Tampoco faltan ecos de otros grandes maestros en poner en pie la palabra que nace de la semántica de la vida y el alma abisal de los hombres. No hay jornada sin manos sucias y en la que no se muera un viajante, nos duela el final de unas bodas de sangre o se desahucie una casa de muñecas. Vive el teatro en la savia de lo que somos, hacemos, ocultamos y soñamos. Es su escenario una institución moral que nos enseña sobre el uso de la máscara, bien lo aprovechan los políticos de espíritu Tenorio, a la vez que nos alerta contra ellas y nos sugiere preguntas cuyas respuestas son nuestra búsqueda y naturaleza. Y también el lecho público donde el teatro continúa siendo el mejor amante de la vida. La desnuda, la interroga, la ilumina entre las sombras para despejar sus miedos, la apenumbra frente a los focos de luz para revelar nuestras cartas bocabajo o la losa de los sueños.

No hay arte tan sutil y rebelde, tan lúdico y popular, como el teatro que no atiende a mordazas ni a la mandrágora del poder que todo lo somete al despotismo de sus temores y ambición. La libertad y la palabra son las alas de una disciplina sin temor a la locura ni a las verdades. Un arte que en este domingo escénico, en el que nos convertimos en el corifeo de una comedia de enredo con fondo de farsa, seguirá trabajando para despertar al público y que reaccione más allá del patio de butacas y del paraíso del entretenimiento. El teatro hace real un presente, que en el texto escrito sólo es evocado o ficticio, como afirmó José Luis Gómez en su discurso de ingreso en la RAE, y actúa sobre la conciencia sin claudicar su ética frente al mundo. El teatro es un juego simbólico (de nuevo el príncipe Gómez de nuestra escena) y especular que suscita en el espectador imágenes de la vida, de sí mismo, del defecto y del exceso, del pasado y del presente, enfrentándolo a conflictos que, en una u otra medida, comparte con los espectadores que hay a su alrededor, fundiéndose en un mismo silencio catártico y en ocasiones transformador.

La suma de todas estas cualidades ayuda a que sobreviva a pesar del estallido de la burbuja de la administración cultural y de la penalización del 21% del IVA. Una situación lastrada por la inexistencia de una ley de mecenazgo y la perversidad de las escasas ayudas públicas, sobre las que compañías y actores coinciden en señalar que cuando las administraciones tienen que recaudar son raudas pero que al ingresar lo firmado dilatan los plazos con algún que otro error en el contrato o la factura. Tampoco colabora la empresa privada, a pesar de los beneficios fiscales, que hace tiempo se ha desentendido del fomento de la cultura. No es extraño que el director ruso de teatro Anatoly Vasiliev, en su mensaje en el Día Mundial del Teatro de este año, se preguntase si necesitamos el teatro y qué es capaz de decirnos en un mundo con brutales atentados y con miles de ciudadanos muriendo a las puertas de Europa. Su respuesta fue contundente y clara: «El teatro nos lo puede decir todo. Es necesario que en todas sus formas nos dé su ojo, su palabra, su boca».

Lo subscribo y lo promulgo. Me apasiona su espíritu burlón y su tratamiento de choque, y tengo amigos que son excelentes actores, actrices y directores. También porque confío en su manera de reinventarse, experimentar y sobrevivir. Desde empresas como la malagueña Micro Teatro de Gonzalo Campos, invernadero de cultura y laboratorio de nuevos autores, y los montajes y adaptaciones de Juan Hurtado sobre obras clásicas o textos de dramaturgos actuales como Pablo Bujalance, a la compañía Avanti Teatro de Eduardo Velasco, actor también que, además de participar en El Don Juan de Blanca Portillo, ha cosechado merecidos éxitos con El profeta loco, El Encuentro, sobre la conversación en 1977 entre Suárez y Carrillo, estrenado en el Teatro Español en 2014, y El Jurado. Un buen ejemplo de la sociedad española actual retratada sobre las tablas donde una relectura de Luis Felipe Blasco Vílchez de Doce hombres sin piedad de Reginald Rose, con fresca dirección de Andrés Lima, una acertada escenografía y un buen elenco, en el que destacan Víctor Clavijo, Pepón Nieto, Eduardo Velasco, Isabel Ordaz y Cuca Escribano, despierta la complicidad del público y su aplauso. La corrupción política, la inocencia, la culpabilidad, los intereses ocultos, las banalidades de la vida, el peso del paro, el espíritu de nuestra actitud ante la fuerza de la dialéctica, de la duda, de la manipulación, y el interrogante de si es justa la justicia, son los temas que propone con brillantez para que el público reflexione con una mirada crítica personal.

Su labor, al igual que la que realizan la sala Cuarta Pared, tutelada por Javier Yagüe, el Nuevo Teatro Fronterizo de Sanchis Sinisterra, la Muestra de Teatro de Autores Españoles Contemporáneos de Alicante, que dirige Guillermo Heras, el programa Escritos en la escena del Centro Dramático Nacional, promovido por Ernesto Caballero, o la que lleva a cabo el malagueño Cervantes y la sala Echegaray, a cargo de Juan Antonio Vigar y Miguel Gallego, transmiten conocimiento y avalan a muchos dramaturgos, jóvenes y veteranos, que siguen teniendo problemas para estrenar en condiciones adecuadas. Como señala la directora Laila Ripoll la crisis acabó con los circuitos, los cachés y las taquillas. Los creadores están a la altura del momento, los que no están a la altura son los espacios públicos, la situación económica. Hacer teatro es heroico.

La vieja estirpe de los comediantes lo sabe. Sus vidas están hechas de éxodo, de pequeñas salas alternativas, de experiencias teatrales con la posibilidad de interactuar con el público. Siempre fueron luces de bohemia, Lázaro en el laberinto y árboles que mueren de pie. Con esa vocación sobreviven gracias al doblaje, a las pequeñas producciones independientes, a las series de televisión y al cine que dan cobijo a curtidos intérpretes, la mayoría grandes secundarios que siguen dando ejemplo de su talento, como Juan Manuel Lara, Antonio Salazar, Puchi Lagarde, Mercedes León, Adelfa Calvo, Joaquín Núñez, Miguel Guardiola, Paco Bernal, Henar Frías y Eduardo Duro, por citar algunas de las víctimas del veneno de la escena.

Nunca dejó el teatro de asomarnos a todo aquello que negamos desde la ceguera de lo político o la incertidumbre. Nos lo enseñó la obra dramática de Galdós, tan actual por cierto en esta pedigüeña época de penurias y mezquindades, audaz y sincera en su indagación moral de la realidad que diseccionó, abierta en canal, para denunciar y corregir sus vicios, ver la posibilidad de reformarla o hacerla explosionar. No está de más recordarlo a él, al filósofo Antonio Negri cuando dice que de no existir espacio alguno para ejercer oposición desde fuera, al capitalismo que todo lo destruye, habrá que hacerla desde el propio sistema.

De que lo hagamos realidad o sólo sea el sueño de una noche de verano depende que nuestro futuro continúe siendo un romance de lobos o se transforme en voces de gesta y ¡viva lo imposible! o el contable de estrellas.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com