Ninguna ciudad es la que fue. Las ciudades cambian, se transforman, se alteran. Borges, en un poema un poco triste, decía haber nacido «en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires», y confesó en alguna entrevista que el hecho de haberse quedado ciego le permitía seguir viviendo en ella, consciente de que aquella Buenos Aires de la que recordaba «los jazmines y el aljibe» ya no existía.

Todos podemos adoptar el verso de Borges y decir con él que nacimos en una ciudad que se llamaba igual que nuestra ciudad, pero que ya no es la misma ciudad. La mía, esta muchacha trimilenaria que ha visto de todo y de todo se ha olvidado porque tiene la piel de arena y cualquier pequeña ventolera es suficiente para desbaratarla, se muere y la matan, quizás no a partes iguales, constantemente. Como cualquier otra, va mudando el pellejo al ritmo natural de los tiempos pero, quizás no como cualquier otra, con demasiada asiduidad se cometen en ella crímenes horrendos. Málaga suele sufrir crueles amputaciones explicables solo por la ancestral avaricia de algunos de sus habitantes, siempre dispuestos a sacar la última tajada de carroña y alimentarse de ella durante un tiempo.

No es la primera vez que escribo de la pensión La Mundial, antiguo palacete de los Condes de Benahavís, y de la sensible pérdida que supondrá su derribo. Pero nada parece que pueda pararlo, sobre todo ahora que la Junta autoriza su demolición. Ya nadie duda de que el hotel de Rafael Moneo acabará ocupando ese lugar, el espacio perfectamente ideado por el arquitecto Strachan para aquella Málaga del XIX que se soñó cosmopolita, europea, elegante y señorial. Una Málaga que creyó en la armonía y en el equilibrio y que acabará dejando paso a un armatoste de diez pisos de altura y gran poder amnésico.

No queda mucho tiempo para que cualquiera de nosotros sea un extraño en su propia ciudad, en esa que nos han ido escamoteando y que ya no podremos recorrer. Perderemos La Mundial y perderemos de nuevo un trozo de la ciudad de nuestra memoria, la ciudad en la que crecimos, la que creímos que habitaríamos siempre sin necesidad de quedarnos ciegos como el pobre Borges.

Me temo que no pasará mucho tiempo hasta que alguien casi idéntico a cualquier de nosotros lamentará la mole blanca y llorará por lo perdido, como hemos hecho tantas generaciones tantas veces en esta ciudad de arena que se construye y se destruye a sí misma, desde hace tres mil años, al ritmo de las olas.