No sé si les pasa a ustedes, pero uno tiende a ponerse nostálgico cuando concluye una etapa de su vida. Cuando empecé la universidad echaba de menos el colegio, cuando empecé a trabajar añoraba la vida universitaria... y así. Con los lugares donde he vivido me pasa algo parecido, y ahora que llevo un par de días fuera del que ha sido mi hogar durante los últimos dos años, la sensación es idéntica a cuando dejé Cádiz, Sevilla, Granada o, ya más cerquita, la Alameda de Capuchinos para arrimarme más al corazón de Málaga. Me trasladé a La Goleta. No es desde luego un barrio turístico, aunque siempre hay alguna que otra pareja de guiris despistados con el mapa en una mano y la otra en la cartera. Tampoco es lugar de paso obligado si se mueve uno por el centro de la ciudad, aunque es el recurso de quienes quieren aparcar para andar lo menos posible hasta su punto de encuentro en la plaza Uncibay o en la calle Álamos. Desde hace casi un año vive sumido en unas interminables obras de mejora de sus calles que, sin embargo, sólo le maquillan la cara a estas pocas y humildes manzanas encajonadas entre la avenida de La Rosaleda y las calles Carretería y Ollerías, a la espalda de un centro de Málaga que se vende y se transmite como icono del cosmopolitismo de la Costa del Sol.

Y en ese barrio, una plaza. Por donde no pasa ni Cristo, pero en la que siempre pasan cosas. Pasan coches, que salen del cercano parking de la calle Don Rodrigo. Pasan, ya les digo, algunos turistas, y pasan y se quedan en ella, en sus bancos, gente que pasa de todo. «Comemierda» es lo más ligero que se estila en sus tertulias. Y a la que le pasa de todo. Desde casos de violencia de género en plena calle a reyertas a palos y piedras con vecinos foráneos de más allá de Martiricos. El centro les da la espalda y los vecinos hacen lo propio, y no quieren saber nada de quien no navega con el mismo viento que empuja a La Goleta. Ese viento -quién sabe si será el mismo- me empuja este mes de julio, lejos de las traviesas y el velamen sobre los que me he movido los últimos 24 meses. Me voy al otro lado del río, a una zona bien, en la que no temeré si mi coche estará entero al día siguiente. Donde los únicos gritos desgañitados que se escucharán, y se escuchan, son los de la chavalería en la piscina. Y en un nuevo hogar en los que los únicos desvelos de madrugada que sufriré serán autoimpuestos, y no porque más allá de las ventanas brillen intermitentes luces azules o alguien amenace con abrirle la cabeza a otro bien alto, como marcando el territorio de forma sonora. Y tan lejos que estaré ahora de esas cuatro esquinas, las echaré de menos. Echaré de menos sus tranquilos sábados por la mañana. Su cartel de prohibido jugar a la pelota al que nadie hacía caso. Y sus noches lluviosas en las que sólo el agua conseguía marcar una tregua en la especie de batalla contra el mundo que mi vecindario parecía estar librando. Y la echaré de menos porque, con todo eso y con lo que aún -estoy seguro- está por pasar allí. Esa plaza era mi plaza.