Se termina el colegio y comienzan las vacaciones, que esa época en la que las maletas y las bolsas, recuperadas de altillos o de debajo de la cama, se desperezan bostezando a plena mandíbula y nos enseñan sus vientres hambrientos de osos recién salidos del largo sueño del invierno. También las mochilas para los que se van de excursión, de camping o de colonias. Como la hija de uno, que tiene diez años y dentro de cuya mochila nos dicen sus monitores que tiene que haber, convenientemente etiquetado, una cantimplora, una linterna, un neceser con los objetos de aseo (cepillo y pasta de dientes, peine, cepillo, gel, champú), crema protectora solar, espray antimosquitos, un pijama, un saco de dormir, un jersey grueso, un impermeable, una gorra, un pañuelo para el cuello, una toalla de piscina, dos chaquetas, dos pantalones largos, dos pares de zapatos cerrados, unas chancletas, entre siete y diez camisetas (una que sea para pintar sobre ella), seis pantalones cortos, entre ocho y diez braguitas, dos bañadores, una sábana bajera, pilas, una bolsa para la ropa sucia, un jabón para laver ropa, pizas para tender, una liendrera, una mochila pequeña para bocadillos y líquidos, la tarjeta sanitaria original y algún otro etcétera que surgirá, murmuramos, a última hora.

Uno repasa la lista y se pregunta, dado el peso equivalente de ambas, que quién llevará a quién: si la niña a la mochila o la mochila a la niña. Y, dado que al final será lo primero porque para eso las mochilas eligieron no tener piernas ni cerebro, uno comienza a tener sudores imaginando a la criatura acarreando toda la planta primera de una tienda especializada mientras se aplica a subir y bajar montes, atravesar ríos, hacer tirolina de pino a pino, pisotear maizales o, ya puestos, enfrentarse a caimanes, a pirañas, a manada de lobos, a buitres enloquecidos, a helechos fantasmas, a libélulas gigantes, a extraterrestres disfrazados de pastores, a topos mutantes. Porque les han prometido a ellos y nos han prometido a sus progenitores aventuras, que es para lo que sirven las colonias, los monitores, el paisaje (idílico en la pizarra electrónica del centro organizador y en su página web, aterrador en la cabeza de uno cuando deja a su sonriente vástago aplastado por su impedimenta marcial y bien atado al asiento del autobús) y las mochilas.

Uno se da la vuelta, regresa cabizbajo a casa y, de repente, cae en la cuenta de que esa mochila rebosante pesaría menos si no hubiéramos puesto dentro, empujando con todas nuestras fuerzas, el plomo de nuestras angustias, de nuestras preocupaciones o de nuestros miedos ancestrales. Y de que, en realidad, esas mochilas, por más cosas que hayan devorado en los últimos días, siguen vacías y livianas gracias a la ilusión de los niños, a sus ganas innegociables de divertirse, a su limpidez de corazón, a los cuentos que se siguen recitando cuando se quedan a solas para no perder la maravillosa conexión con la vida genuina que los adultos, en su gran mayoría, hemos perdido.

La mochila en la espalda y por delante todo. Una pequeña joroba artificial para seguir siendo naturales, naturaleza. Un sendero dentro y fuera para no dejar nunca de ser los pasos que se dan o aquello que se mira o la sensaciones que se tienen o las enseñanzas desplegadas en la mesa del horizonte para que cada cual se sirva las que necesite. Una hija se marcha con su mochila de luz a descubrir el mundo y uno, ay, debe alegrarse de ello procurando no ser él el pesado.