Siempre pensé que los mejores y peores atributos del asunto pesadísimo de la posmodernidad estaban en los aeropuertos. Más que un no lugar, el hecho de volar, entendido como se entiende hoy, supone un carrusel constante de reinterpretación del mito. Desde las pesadas alas de Ícaro a la cultura aduanera de la esfinge; todo se da, en las terminales, con calculada y obsequiosa retranca. Incluidos Fausto y Mefistófeles, en este caso, representados por algunas compañías. Las low cost son, sin duda, la droga dura con la que los tiempos saludan a las masas a cambio del alma de su sentido común y de su sabiduría. Ofrecen billetes asequibles, claro que sí, pero ni mucho menos de manera gratuita. El precio consiste en llevar al consumidor hacia un pacto enfermo y en general trabado en el abismo. Uno acepta, en estas circunstancias, que viajar en avión supone entonces cortar lianas y salir a comprar con los dientes apretados y a cuchillo, que toda la operación, desde la entrada en la web a la última hora del embarque, se servirá en frío y acompañada de trampas, de minas antipersona, de torturas. Y se asimila. Hasta que se cruza la delgada línea de la humillación y se ingresa directamente en otra cosa, mucho más seria y acaso también punible, que es lo que ha hecho Vueling en estos días.

Cinco días después de que la compañía cancelara mi vuelo por primera vez, a esa anulación seguiría otra, sigo esperando que alguien serio y profesional me comunique los motivos. Y no en la consideración de periodista, sino de viajero afectado, por no decir ninguneado y casi abolido. El pasado viernes tenía que viajar a Barcelona. Contaba con un billete comprado desde hace varias semanas y un calendario ajustado, felizmente apretadísimo, que implicaba a terceras personas y una partida en coche desde El Prat y a toda pastilla hacia el parque natural de Ordesa, en Huesca, y la falda del cañón de Monte Perdido. La combinación, más allá de un posible retraso, apenas admitía dilaciones. Se casaba, y se casó, mi mejor amigo y había muchas circunstancias que convertían esa ceremonia, y mi presencia en ella, en algo irrepetible. La más obvia, que se casaba, decía, mi mejor amigo, pero también que las navidades pasadas sufrimos la pérdida brutal de una persona que iba a participar en la celebración, junto a los otros seis invitados íntimos. Vueling decidió, con un escueto sms y a las ocho de la mañana, que no quería que acudiese a la cita.

Debo a Pepa Villalobos, la jefa de prensa de Aena, buena parte de mi tranquilidad en esas horas de rigurosa y acelerada entropía. Fue ella quien me aleccionó en lo que más tarde la realidad convertiría en un principio recio, penosamente de certidumbre: si no te ofrecen una alternativa, aplaza la protesta y busca cagando leches cómo llegar a Barcelona por otras vías. Los trabajadores de Vueling me dijeron que era imposible ubicarme en ninguna otra compañía. La solución era la misma que me habían dado por correo electrónico y que seguramente también me habría brindado el 902 de atención al cliente y de pago de no haber tenido colapsadas todas las líneas: un vuelo para el día siguiente, justo cuando ya no servía. Después de una búsqueda a la desesperada -era 1 de julio- de estar a punto de tirar la toalla, el novio localizó a precio de oro una de las pocas opciones que aún contaba con plazas disponibles. Llegué a Huesca en AVE, cerca de las diez de la noche, y a las cuatro de la mañana, no sin antes hacer al contrayente atravesar de madrugada una tormenta rumbo a Monte Perdido, recibí un mensaje en el que se anunciaba que el nuevo vuelo también había sido suspendido. Si mis cálculos son precisos Vueling me habría hecho llegar a Barcelona el domingo, dos días más tarde. Pienso en los que viajaban para visitar a un familiar enfermo, a una entrevista.