La danza vuelve a desplegar las alas. Desde el 18 de junio 33 bailarines de los 42 del Ballet Nacional Español no habían volado sobre las tablas. Cisnes, princesas, faunos, espectros, duendes, hechiceras y dioses sin piruetas de eje y seda, a solas los escenarios en los que siempre se dejan el sufrimiento del talento y del esfuerzo. El espíritu de la sutil sinfonía de la combinación de apenas cinco posiciones fundamentales, establecidas por Beuchamp hace cuatrocientos años, para expresar argumentos, estados de ánimo y monólogos del cuerpo de puntillas y en éxtasis. Nunca pensó el coreógrafo preferido de Luis XIV que los bailarines exigirían la dignidad indefinida de su trabajo, mayor estabilidad y prestaciones adecuadas si se termina su labor con el BNE. No vive de los aplausos el arte, aunque tenga aristocrática sangre italiana y francesa, y sea conductor de las musas y, ante el público, una criatura feérica que se sostiene en el aire entre la nobleza clásica del baile y el rigor geométrico de la modernidad. Y menos aún cuando el demiurgo de la crisis recorta los presupuestos de los teatros, provoca el descenso de espectáculos y establece que los bailarines cobren entre 1.000 y 1.500 euros de un contrato temporal que se renueva o no cada mes de septiembre, aunque lleven más de 14 años dando el callo a pie de ampollas.

No hay profesión artística que requiera más sacrificio y entrega, afirma la maestra Olga Ferrari en su libro La danza. Una disciplina que exige entrenamiento cotidiano intensivo y un régimen de vida muy severo, y en la que la carrera es breve, el éxito difícil, las frustraciones numerosas, y feroz la competitividad. Evidencias a las que Melanie Doskocil añade otras 15 verdades entre las que destacan que si uno quiere tener éxito debe probar que es valioso y diferente del resto en su trabajo; que nunca nadie se siente 100% listo cuando la oportunidad se presenta y hay que estar dispuesto a asumir riesgos «desde viajar alrededor del mundo para bailar con una nueva compañía hasta confiar en un desconocido partener para probar una nueva forma de danza». Explica igualmente la conveniencia de tener claro que se va a fallar y de que cuando pase, porque va a pasarle, hay que abrazar la lección que viene con el fracaso y que hará valorar mejor el éxito. No falta el consejo sabio de que un bailarín nunca sabe cuando su carrera de pronto se desvanecerá porque una compañía cae, o una lesión termina con la carrera.

Ninguna dureza de esos vademécum impide, desde que se inauguró la primera Escuela de Danza en el siglo XVIII, que cada año miles de alumnos se eduquen en brazos abajo, ombligo adentro, y un€y dos€y tres€demi plié, demi relevé, sostiene, suave, hasta que sucede un cuerpo en la página en blanco del aire -como el trazo de una palabra o la elegancia de un dibujo- y de cuyo peso el mismo aire lo absuelve. Qué difícil equilibrar esa belleza de la abstracción de la música en el espacio con los duelos políticos laborales, el materialismo de las empresas y el estómago del arte. Subraya el Instituto Nacional de Artes Escénicas y la Música que la única vía para contratar personal indefinido en la Administración General del Estado es a través de la Oferta de Empleo Público, previa prueba de acceso, y que los bailarines pretenden alcanzar esa condición sin pasar por la convocatoria pública. Es la raíz del pulso que mantienen en alto, aunque desactivan la huelga en espera de que el próximo 26 de julio el INAEM proponga una nueva y conciliadora forma de contratación.

Todos los del gremio lo tienen claro. También el coreógrafo Chevi Muraday. La danza es la hermana pobre de las artes. Es la que menos ayuda pública recibe: unos 4 millones de euros -menos de un 10% de lo que recibe el cine-. Poco apoyo para esta profesión que requiere demasiadas horas de entrenamiento para conseguir trabajos intermitentes, en la mayoría de los casos, con escasas posibilidades de tener una plaza fija en una compañía. La batalla es muy parecida en otros gremios profesionales, en cualquier tablero donde los beneficios económicos y el capital humano sean la danza de la Cenicienta en lugar del sueño del Cascanueces. Así sucede en España donde el ballet y la danza, a pesar de contar con el respaldo del público y ser junto con el flamenco el espectáculo que reporta más ventas de entradas en los últimos años, no dependen de instituciones representativas, sin ánimo de lucro, con su propia escuela y orquesta sinfónica, independientes de los gobiernos y con proyectos artísticos estables.

Más que razonable es por tanto que el talento luche laboralmente por la justicia de lo que le corresponde. Aunque sea difícil dirimir cómo se evalúa el precio del virtuosismo -alcanzado sólo con la constancia de la técnica perfeccionada interminablemente, a través de la verificación de cada movimiento en la obtención de la mayor eficacia estética- con el que se vence el peso del cuerpo y se desafían las leyes del equilibrio. A cuánto debe pagarse el dominio del medio de expresión para transmitir a otros la emoción de la vida, del sueño o de la muerte, con la mirada, una inclinación de la cabeza, un doble giro sostenido en el aire o los 33 fouttés impecables que la primera bailarina debe ejecutar en don Quijote. No es fácil tasar la plástica comunicación espiritual de la expresión de un cuerpo, desde los pies hasta la leve crispación de los labios. Tampoco la pasión con la que se despierta los sentidos de los alumnos a diario y del público para el que se baila como si fuese la última función.

A la reivindicación de la danza podernos sumarnos amándola o al menos participando en la admiración de sus espectáculos. Desde la Suite en trío de Serguèi Rajmáninov de Uwe Schez, que se estrena el 22 de este mes en Almagro a la versión de este próximo martes en el Teatro Romano Málaga (donde tenemos el talento en tablas de Luz Arcas, Premio Ojo Crítico 2015 y con aura de futuro) de la versión del mito grecolatino de Las Moiras, las hilanderas del destino, que estrenan Elena Algado y Miguel Ángel Corbacho, bailarines principales del BNE hasta hace cuatro años. No hay espectáculos con tanta magia erizada en un silencio en éxtasis cómo estos en los que se funden la música, la danza y el sortilegio de la fábula. Lo certifican encantamientos de los sentidos como Dunas de un mismo desierto con el que María Pagés y Sidi Lasrbi Cherkaoui mestizan, desde su estreno en 2010 y en gira actual por teatros, las semillas árabes, andalusíes, flamencas y contemporáneas en torno al compás del baile y de la arena que se juegan en caleidoscopio de dibujos, en boxeo, en taconeo en duelo y cortejo, en las curvas del braceo en seducción y nana, con la poesía tendida entre los cuerpos y las sombras. Al igual que hace apenas un par de semanas han hecho en el Festival de Música y Danza de Granada las estrellas del Ballet Bolshoi de Moscú en sus homenaje a Diaghilev con el Apollon Musagète de Balanchine, Le Spectre de la rose de Michel Fokine y el monólogo de Petrushka de Stravinski entre otras piezas de impresionante belleza coreográfica, hipnotizando la noche.

Me gusta estar en danza. Es una hermosa manera de ser feliz en el aire.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es