Pasó el sábado. Le vi en una playa de Marbella, avanzando con su andar torpe y descuajeringado. A pesar de rozar la treintena iba cogido del brazo de su madre, y en la otra mano llevaba una tabla de Batman, una de esas de corcho repleta de vivos colores. Era obvio a simple vista que padecía tanto una disminución del entendimiento como una acentuada rémora motriz, como si sus músculos no obedecieran fielmente las dudosas órdenes de un cerebro aniñado.

Nada de eso parecía importarle ni a él ni a su madre, una señora rotunda y pizpireta, cincuentona y coqueta. Aquella mujer lucía con orgullo un bikini negro y andaba por la arena con la satisfacción de ir acompañada por un autentico príncipe. Al llegar al agua ambos se miraron, y a los pocos segundos apareció su marido, orondo y cansado.

Por un momento jugué a imaginar su historia. Pareja joven, demasiado joven, a la que el amor unió para siempre y un hijo inesperado le cambió las vidas. Entre asientos traseros de coche, cines de verano y planes de futuro llegó un embarazo sorpresivo que acabó con su libertad, con sus sueños. Dejaron el instituto, se hicieron adultos de repente, la responsabilidad fue su única fiesta. El nacimiento de aquél niño lo cambió todo, y desde el primer minuto supieron que su hijo no era normal, o al menos, no iba a ser como los demás. Seguramente su destino era convertirse en un cartilaginoso nudo de huesos con una cama por universo, pero la paciente estimulación y la sacrificada dedicación de esos dos jóvenes consiguieron evitarlo.

Y allí estaban treinta años más tarde, adentrándose en el mar. Ese día el agua invitaba al baño y él no quería ser menos, disfrutaría todo lo que pudiera. Sus padres se alejaron un poco manteniendo la distancia para observar cómo su hijo fracasaba una y otra vez en cada intento por poner su maltrecho cuerpo sobre esa tablita infantil. No había olas, el mar era un plato de aceite, pero aún así le resultaba imposible sujetar el corcho con una mano e impulsarse con las piernas para mantenerse a flote. La tabla volcaba siempre. Los padres no hacían nada por ayudarle, sólo miraban. El chaval tragaba agua en cada intento, pero le daba igual. Él volvía a intentarlo ilusionado como si fuera la primera vez, la única vez.

Hubo un momento en que nuestro protagonista dejó de intentarlo, se le notaba cansado. Se puso las gafas de natación como buenamente pudo y se limitó a ver cómo flotaba la tabla, moviéndola en círculos al tirar de la cuerda que la unía a su muñeca. Sólo eso, la impulsaba y la miraba con resignación. Todos los niños a su alrededor chapoteaban, él les miraba y sonreía, pero nada más. Ningún niño jugó con él. Quién querría jugar con un adulto raro y desencajado.

Acostumbrada a la escena, aquella mujer se acomodó la parte superior del bikini y le dio un tremendo beso a su marido. Puede que fuera el beso más sonoro, sincero y cariñoso que he visto en mucho tiempo. Ambos se acercaron a su hijo. Ella sujetó la tabla, él se zambulló para levantarle las destartaladas y escuálidas piernas, y en un segundo se hizo el milagro. El joven estaba encima de la tabla, tumbado, nervioso, sujeto. Ahora sí, lo había conseguido, era el Capitán Ahab, el rey del mar, un poderoso Neptuno. Su cara era un poema: toda la bondad posible se concentró en aquella mirada, toda la felicidad imaginable se dibujó en aquella boca, y ellos, ellos reían con él, jugaban con él, estaban orgullosos de él. Y él lo supo. Lo habían logrado, juntos.

Su risa limpia e ingobernable se oía en toda la playa. Sólo se movía unos pocos metros pero bien parecía que surcara el océano cabalgando las olas. No quería bajarse, era un momento inolvidable. Sus padres lo sabían, yo lo admiraba.

Al tiempo salieron del agua y les perdí de vista entre la nube de sombrillas. Me quedé allí, pensando cuántas veces se preguntarán qué pasará con él cuando ellos falten. Me quede allí, mirando a los niños que jugaban en su inocencia sin saber que el movimiento más simple o el pensamiento más básico son la heroicidad cotidiana de otras muchas personas que tuvieron menos suerte que ellos.

Esos niños disfrutaban en el rompeolas mientras que él, ese día, había domado el mar embravecido. Volví a la toalla y mi mujer preguntó por qué había tardado tanto. Perdona, le dije, es que he estado viendo a un ángel haciendo surf.