Bienvenido el calor, todo el calor del mundo. Bienvenidos los mil y pico grados a la sombra y el volcán soñoliento que se despereza unos centímetros más allá del toldo, de la sombrilla, de la persiana, de la visera, del árbol, de la pared. Bienvenido lo tórrido, antesala del deseo. Bienvenida la quemazón, origen de las galaxias. Bienvenida la sed definidora de la vida plena, de la existencia efervescente, esa sed sin la cual no seríamos humanos ni entenderíamos a nuestras hermanas las nutrias que abrevan en los ríos, ni a nuestras primas las secuoyas que cantan a la lluvia, ni a nuestros abuelos los meteoritos que surcan el universo para saciar su ansia de infinitud. Bienvenido el sudor, que limpia los poros de la piel y del alma, que nubla una vista sobrexcitada, que nos recuerda el gran caudal de agua que somos.

Bienvenido lo poco (la poca ropa, la poca velocidad de desplazamiento, las pocas ganas de trabajar, la poca noche, la poca actividad neuronal, la poca hambre), esa virtud que a los místicos y a los poetas esenciales les cuesta décadas de ascetismo adquirir y que, bien mirada, es, además, una crítica en acto al consumismo, a la rapiña, al abuso, a las clases sociales, a las ideologías capitalistas (las de derechas y las de izquierda, cada día más enamoradas las unas de las otras), a la acumulación y a la insolidaridad.

Bienvenido el mar ensimismado, la piscina nerviosa, el melancólico torrente de montaña o la enfurecida manguera derramándose nuca abajo sobre un cuerpo inclinado, pero bienvenido también el desierto interminable, el secarral cuajado de cigarras y alacranes, la playa de arena rabiosa, los adoquines de las aceras y el asfalto de las carreteras derritiéndose como helados (bienvenidos, por cierto, los helados) a nuestro paso, el rojo vivo de los metales (señales de tráfico, chapas de automóviles, barandillas de balcones o paseos), la llamarada de dragón en celo que escupen la botellas (de agua, de cerveza, de zumo) dejadas al sol.

Es cierto que, entre otras cosas, el calor se ha inventado las religiones monoteístas, todas las cuales tienen un historial de atrocidades innumerable, y los incendios forestales, que devastan extensas masas de terreno y ponen en peligro la vida de personas y animales (valga la redundancia), pero su mala reputación, sobre todo si la comparamos con la buena o neutra del frío, es exagerada. El calor es la parte amable y más necesaria del clima. O así, al menos, lo experimentamos un puñado de adictos a sus principios saludables, que lo anhelamos tanto cuando falta que, de poder, emigraríamos a los lugares más calientes del planeta. El calor aplasta, aunque menos a nosotros (hay ventiladores, hay hielo, hay océanos, hay duchas) que al tiempo, al que acaba doblegando y forzándole a hacer menos de lo que se proponía (ese poco al que antes nos referíamos) y a un ritmo más cercano al de los latidos del corazón que al del histérico tamtam impuesto desde todos los ámbitos de la sociedad. El tiempo del calor es un tiempo asumible, sin ínfulas, un tiempo que no se somete al mercadeo de eternidades y demás baratijas al que nos obligan las otras temperaturas.

Bienvenido, por tanto, el calor extremo, el calor inaguantable, el calor de morirse, el calor insufrible, el calor que rompe los termómetros. Bienvenida la brasa del cuerpo y bienvenido el cuerpo espetado en la llama, el cuerpo que se va de vacaciones al mismo centro de la Tierra, el cuerpo, ay, felizmente calcinado en su nada más solar.