Felipe González también fue presidente por resignación generalizada en 1993, pero al menos tenía los votos. No se ha esgrimido un solo argumento concreto por el que Rajoy deba permanecer por obligación en La Moncloa, y ni siquiera dispone de los votos. España se adentra en la política-ficción, una realidad virtual. En este retablo de las maravillas, tal vez el candidato menos votado del PP en dos elecciones consecutivas sea el presidente que encarna la perfección, pero a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno. Aparte de que bordea el ensañamiento forzar al jefe del ejecutivo en funciones a simultanear la entrega al Tour con un par de reuniones desperdigadas con otros líderes.

En la política-ficción, la contradicción se desprende de la componente vejatoria que le asiste en el mundo real. Un corajudo Rivera confrontó a Rajoy con los papeles de Bárcenas en el debate preelectoral televisado. Un mes después, Ciudadanos jura fidelidad a la minoría mayoritaria del PP, sin exigir una sola cautela higiénica y con Fernández Díaz como testigo de cargo. El partido emergente no ha asumido la prevención mínima de reclamar un candidato distinto antes de otorgar su aquiescencia. Hubiera sido una muestra de respeto mínima hacia los votantes que recalaron en sus playas, huyendo de los comportamientos corruptos tan frecuentes en las filas populares.

Sin negarle la perfección al presidente en funciones, la obsesión por su permanencia rebate el pragmatismo que se presuponía a sus incansables avalistas. Hasta el estratega menos avisado percibe que sin Rajoy sería más fácil, aunque la sustitución conlleve la admisión de que el resultado electoral no deslumbra tanto como se proclamó el 26J. Con otro candidato del PP, se habría solucionado la recomposición del mapa parlamentario. Atascado como de costumbre, el candidato único vuelve a contraerse «para ver qué salida damos a esto». De la salida se trata, precisamente y en más de un sentido. Bastaría que los populares se aplicaran el precedente que exigían a Artur Mas, que se acercó a menos distancia de la mayoría absoluta pero no pudo disfrutarla.

Las elecciones no deciden. Ni siquiera inciden. Se pretende reducirlas a un ceremonial hueco y sin potencial transformador, al igual que los ritos de las religiones inadaptadas a la postmodernidad. De ahí la sorpresa tres semanas después de los comicios, cuando se alcanza la fatigada conclusión de que Rajoy no puede ser presidente sin los votos requeridos, por mucho que se piense que los sufragios son los de menos. Hasta un acentuado jacobino como Borrell propone que media docena de diputados socialistas no se presenten en el puesto de trabajo, el día de la investidura. Sin duda, un pronunciamiento que demuestra la desacralización de la antaño primordial labor de representación de la ciudadanía.

Las reiteradas amenazas de Rajoy de negarse al juego si no lo gana sin esfuerzo, deberían aceptarse más allá del susto, incluso con un cierto alivio. Se esgrime el valor de la continuidad, que en la versión más radical haría innecesarias las elecciones. El presidente en funciones apela asimismo a una genérica “seriedad”. Sin embargo, esta virtud no ha sido muy apreciada en su gestión por votantes que han descontado medio centenar de diputados al PP desde 2011, al nivel de los descalabros irremediables de Almunia’00, Rajoy’04 o Rubalcaba’11. El último recurso consiste en enarbolar el fantasma de unas terceras elecciones. El axioma de que el regreso a las urnas constituye una opción que empeora al candidato popular, pierde efecto por el abuso en su prescripción a votantes díscolos.

El tabú de unas nuevas elecciones no persuadió a Rajoy para contribuir con la abstención que ahora reclama al pacto Sánchez/Rivera, consolidado con 130 diputados en el rango del PP actual. No queda claro el mecanismo que suponía perfectamente razonable una segunda visita a las urnas con objeto de liquidar a Podemos, pero que ahora obliga a orillar los límites democráticos para evitar una tercera votación. El escándalo estaba en la segunda convocatoria. A partir de ahí, ha cambiado simplemente la rutina. De remate, se certifica sin prueba alguna que las nuevas elecciones castigarían a todos los partidos a excepción del PP. La ironía se completaría aportando estadísticas que confirmen esta premonición, a cargo de los mismos institutos que en singular coincidencia no supieron acertar los resultados del 26J. Ninguna formación puede presumir sin autocrítica de los resultados obtenidos ese día. La política-ficción consiste en olvidar que sigue vigente el reparto de escaños alcanzado tres semanas atrás, y que tampoco se modificará preservando al insustituible Rajoy.