Corría el minuto siete de la final de la Eurocopa cuando el jugador francés Dimitri Payet golpeó con fuerza al jugador portugués Cristiano Ronaldo, considerado como el mejor futbolista de su selección. Tras las atenciones de los masajistas, Cristiano se reincorporó al juego pero ya en los primeros movimientos fue apreciable que no se desenvolvia con la agilidad habitual. Al caer de un salto para alcanzar un balón, volvió a resentirse de la rodilla izquierda, se tiró al suelo y empezó a llorar desconsoladamente, ante el temor de que quizás ya no podría concluir uno de los partidos más importantes de su vida deportiva. La desolación y la tristeza entre el cuerpo tecnico, los jugadores del banquillo y el público portugués en la grada fue patente en las imágenes de la televisión. ¿Cómo podría resistir la escuadra rojiverde frente al potente seleccionado francés, y con tanto tiempo por delante, sin el concurso de su estrella principal? Mientras esa pregunta volaba sobre el animo colectivo del estadio, como en los antiguos dramas griegos, Cristiano fue retirado del campo para seguir en la banda un tratamiento rapido de su lesión. Y desde allí, pasados unos minutos, volvió a retornar a la cancha aparentemente curado, pero al poco tiempo, cuando intentaba salir en velocidad en un contraataque (una de sus principales virtudes al decir de la critica), tuvo que interrumpir la carrera, se echó al suelo otra vez lloroso, se desprendió con rabia del brazalete de capitan, y esperó allí a que los camilleros lo sacasen del campo camino de los vestuarios. La teatralización, en tres actos, de la lesión y retirada de Cristiano Ronaldo del partido final de la Eurocopa de Futbol me pareció, en un primer momento, una inteligente forma de preparar la justificación heróica de una previsible derrota, un arte ( el «sebastianismo») en el que los portugueses son maestros. De hecho, hasta el intermedio, el ritmo de juego se apaciguó seguramente como homenaje al idolo caido. La atlética Francia debio de pensar que en la segunda parte acabaría por pescar en las redes portuguesas la marea de su superioridad. Y la desarbolada Portugal se dispuso a vender cara su derrota en medio de la tormenta. Para los que no lo sepan, se conoce por «sebastianismo» a la creencia de un amplio sector de la sociedad portuguesa en el mito de que el rey Sebastian no murió realmente en la desigual batalla de Alcazarquivir contra la morisma (Marruecos 1578) y retornará algun día para devolverle a la patria la grandeza perdida. Una ilusión mesiánica que, bajo diversas manifestaciones, pervivió hasta el siglo XIX. Curiosamente, la grandeza perdida le llegó a Portugal a través de España, porque tras la muerte de Sebastian accedió al trono portugués su tío el rey Felipe II que hizo de Lisboa la capital del Imperio y la ciudad más importante de la peninsula Ibérica. La preponderancia española llega hasta Felipe IV y concluye con la secesión liderada por don Juan de Braganza en 1640. Afortunadamente, no hubo en esta ocasión, pretexto para un nuevo ejercicio de «sebastianismo». Portugal, sin necesidad del concurso de Cristiano Ronaldo, ganó la final de la Eurocopa, y se volvió a confirmar que el fútbol es,fundamentalmente, un juego de equipo.