Estoy en «modo pausa», aunque mi modo de pausa es el movimiento. Mientras el país acaba de constituir las cámaras, a mí, como a muchos otros españoles, me ha soplado en la cara el viento del verano y he desatado durante unos días la cadena que me une a la caldera. No será mucho tiempo, nada más el suficiente para respirar otros aires y convencerme de que como en la casa de uno en muchas partes, en algunas de las cuales no he estado todavía.

Me gusta andar por ahí en verano, sobre todo en las fechas de mi cumpleaños, que el aniversario me pille lejos y ya solo por eso sea algo especial, algo que recordar. Poder decir: «cumplí cuarenta años en París», que parece como si entrase uno mejor en la cuarentena, esa frontera.

De modo que hacia la mitad de julio me gusta comprarme un cuaderno nuevo y recorrer tomando apuntes una ciudad hermosa y amable en la que no haya estado antes y que ya será parte de mi memoria mientras el doctor Alzheimer tenga a bien dejármela como está. Julio es un buen mes para coger carretera y manta. Sale uno de sus hábitos, de las rutinas que marca el oficio de vivir, y se embarca en un cambio de paisaje y paisanaje, acaricia la piel de otro lugar y, acaso, si uno hace del viaje un ejercicio integral, busca sus propios confines.

Porque todo viaje conlleva un cambio no solo físico, geográfico, sino también una alteración de nuestro propio ser. El viajero, acaso sin saberlo, va al encuentro de su propia naturaleza, comprendida mejor en la distancia y también en el encuentro con nuevas formas de entender la vida, de construir la realidad y de vivir.

Viajar para darse uno de bruces consigo mismo bajo la lluvia de Bruselas y descubrir que el capitalismo asesinó al amor, para correr hasta al otro extremo de un puente de Praga buscando un silencio y para comprar la sombra hueca de un gato en un callejón de Gante. Viajar para esperar el tren que llegó tan pronto a la sosegada estación de Amberes; y para recordar la mañana en que Berlín fue bella tras la tormenta, o el jersey perdido de una muchacha en un parque de Brujas, o los cisnes insignes del Moldava. Viajar para lamentarse por aquella tarde que rechazaste un santoral incunable en Saint Germain porque siempre andas por ahí sin dinero, y para que te duela la luz simple de Ajaccio y el color de la lápida de Shakespeare. Viajar, al cabo, como quien acopia leña y comida de cara al invierno.