En la infancia de muchos de nosotros, cada cierto tiempo sufríamos de un estado transitorio de malestar físico agudo que nuestras madres celebraban misteriosamente con aquella frase justificativa proclamada con orgullo, que decía más o menos así: «seguro que es que va a dar un estirón».

Así, entre atención y atención, mientras lo pasábamos medio canutas, nos manteníamos contemplativos y expectantes, sin conseguir visualizar qué es lo que haría realmente el famoso estirón cuando llegase a poseer finalmente nuestro cuerpo. Durante el episodio, nos armábamos de descanso, paciencia, confianza y algún que otro delirium, aferrándonos a cualquier tebeo, cuento, película o canción, como aquella que cantaba Doris Day en «El hombre que sabía demasiado», con la que Hichcock nos aturdía con el devenir del «qué será será, whatever will be, will be», y la sombra juguetona de aquellos otros dichos que venían al pelo como «lo que no mata hace más fuerte», en que «todo pasa por una razón», o que «no hay mal que por bien no venga».

De igual manera, cuando somos ya adultos, seguimos creciendo en experiencia, conocimiento y/o simplemente a lo ancho, a veces de forma sigilosa, pero otras muchas de forma abrupta como consecuencia, tanto de un logro como de una decepción, que nos deja temporal y puntualmente aniquilados -por no decir catatónicos- mental y físicamente, como si nos hubiese atropellado un camión. Pero cuando por fin nos damos una tregua, descansamos y hacemos alguna actividad agradable, suave y no lucrativa, el cableado neuronal y las piezas de nuestro esqueleto se vuelven a ensamblar, resurgiendo como el ave Fénix, con más fuerza y resiliencia. Así, la experiencia vivida deja una muesca o marca simbólica de la lección recién aprendida imborrable, como un tatuaje más en el repertorio de las sabias líneas y cicatrices del alma, sin las cuales nuestro paso por la vida sería como de puntillas: plana, aséptica e insulsa.

El que no arriesga no gana, y para ello hay que exponerse al exterior, salir de nosotros mismos, sudar la camiseta y batirse el cobre. Aunque potencialmente podamos sufrir más, también podremos disfrutar más, y entonces sin duda, cada estirón existencial merecerá con creces la pena, al acercarnos un peldaño más a ese olimpo desconocido en el que cada gesto de valentía, trae consigo un pedacito de gloria.