Al caminar por el cementerio en busca de la lápida con el nombre de mi padre (y de mi abuelo, y mío), con unas florecillas de amarillo vivo -le gustaban los colores- el lugar me transmite una sensación de abandono y descuido. Imagino que el día gris y mortecino puede haber contribuido a la sensación, pero luego leo un buen artículo que denuncia el acuerdo del Ayuntamiento de mi ciudad rechazando una partida de conservación y mejora del cementerio. La denuncia se hace apelando a criterios de defensa del patrimonio y de la memoria ciudadana, lo cual es muy justo, pero cabría añadir que en todas las civilizaciones un cementerio es un lugar sagrado para creyentes y no creyentes, y que si la cultura material de la muerte es extirpada de nosotros la mutilación tendrá un enorme coste en términos de capital humano; dicho sea en lenguaje presupuestario acorde con el de los munícipes.