Una de estas tardes miraremos al cielo y estará increíblemente vacío. Será de esas ausencias inesperadas por lo repentino.

Llevan asombrándonos desde el mes de marzo con sus evoluciones impecablemente coreografiadas, atronando el aire crepuscular con sus chillidos, y quizá sea el silencio el que delate su partida. Ocurrirá dentro de pocas semanas, y será uno de los indicios más evidentes de que el verano llega a su fin.

A estas alturas el lector habrá advertido que el título de esta columna no se refiere al festival aéreo que tendrá lugar mañana en las playas de Torre del Mar, sino que alude a otros acróbatas más humildes pero no menos fascinantes que los pilotos aeronáuticos. Los enjambres de vencejo común (Apus apus) son el aliado perfecto de aquellas personas propensas a la contemplación en la hora exacta en que el ocaso tiñe de rojo las ciudades. Las vacaciones facilitan la calma y el tiempo para recrearse en sus filigranas: entonces puede jugarse a predecir la trayectoria de nuestros plumíferos amigos, hasta que en un quiebro repentino se introduzcan en alguna rendija de un tejado, alero o caja de persiana, preferentemente en un edificio añejo. (La propensión que tenemos los arquitectos a construir cubos blancos hace las ciudades más inhóspitas no solamente para los humanos sino también para las aves).

Pero terminada la época de cría, a finales de agosto, los vencejos iniciarán una migración épica hasta sus zonas de invernada en el extremo sur del continente africano. El trayecto ignorará olímpicamente barreras geográficas y fronteras trazadas con tiralíneas, pasándolas por encima. Un canto a la libertad que tristemente no puede ser seguido por quienes se desplazan a ras de tierra o por la superficie del mar.