Bill Clinton, famoso entre otras cosas por su habilidad con la lengua para enardecer a las multitudes desde el escenario, se mojó durante la convención demócrata para vestir a su esposa Hillary de un halo de humanidad y virtudes bien grandes como madre y esposa. Fue una especie de acto de desagravio con el que dejar atrás, en la vitrina de los deslices sonrojantes, la mancha en su currículum matrimonial que dejó su relación con la becaria Monica Lewinsky, que tantos ríos de tinta hizo fluir por el mundo mundial en una curiosa mezcla de roces políticos y goces de entrepierna.

Si algo llamó poderosamente la atención durante aquellas jornadas en las que se habló más del sexo oral que de geopolítica fue la actitud de la humillada y engañada esposa. Lo dejó correr. A muchos les olió a cuernos quemados aquel silencio y se llegó a sostener por los enemigos de Hillary que su comportamiento era una demostración palpable (nunca peor dicho) de sus ambiciones desmedidas.

El caso es que su ahora prejubilado marido, próximo primer Caballero de la Casa Blanca si Trump se da el trompazo que casi todos deseamos, se lanzó en su discurso a cubrir a su adorada esposa de pétalos sin fin, como Kevin Spacey a su amor juvenil en American beauty. Se puso primero mimosón al recordar cómo «en el verano de 1971 conocí a una chica...». Estaban en un salón de la Yale Law School donde ambos estudiaban. Tachán: «Gran pelo rubio, enormes lentes, sin maquillaje, y emitía una sensación de fuerza y un autocontrol que encontré magnético. La seguí, con la intención de presentarme. Me acerqué lo suficiente para tocar su espalda, pero no pude. De alguna manera sabía que este no sería un toque en la espalda más y que podría estar empezando algo que no iba a poder detener».

El toque Clinton no tendría sus efectos al principio porque ella le dio calabazas dos veces, pero a la tercera le dijo que sí, que venga, que aceptaba casarse con él. «Me casé con mi mejor amiga, alguien que todavía me asombra 45 años después», dijo muy emocionado. ¿Hizo alguna mención al escándalo que casi le costó un impeachment y le llevó a ocupar un lugar de honor en la historia de las infidelidades presidenciales (sin llegar a los niveles de Kennedy, claro)? Qué va. Como mucho, una frase que podía entenderse como una especie de señal de gratitud hacia su esposa por su comportamiento (¿comprensivo? ¿interesado?). «Sé que Hillary nunca os dará la espalda, porque a mí nunca me la dio», dijo. Hillary, esa mujer «de verdad», su mejor amiga, «se ha ganado la lealtad, el respeto y el apoyo ferviente de todos los que han trabajado con ella». Deuda saldada: todo sea por ocupar la Casa Blanca. ¿Aceptará la presidenta trabajar con jóvenes y leales y respetuosos y fervientes becarios?