Se sientan sobre un promontorio de su islote y otean el horizonte, que se aleja unos centímetros por miedo a quedar al alcance de cualquiera de ellas. El viento de levante mueve nervioso sus melenas carmesíes no vaya a ser que sus dedos se enreden en ellos y nunca más pueda agitarse libre por esos paisajes agrestes y hermosos que le gusta frecuentar. Las olas rompen temerosas a sus pies anhelando la bajamar que las aleje de ellas. Los peces se apretujan unos contra otros detrás de los arrecifes, las gaviotas bracean hacia atrás torciendo mucho sus cuellos, los cangrejos se inmovilizan temblando en las anfractuosidades, las lapas se incrustan con toda sus fuerzas en las rocas. Los transatlánticos hacen sonar sus alarmas no porque se haya declarado un fuego a bordo sino para que no llegue a oídos de sus pasajeros la canción de esas mujeres con cola de delfín; y los veleros orzan a barlovento haciendo crujir sus timones y sus palos de mesana. Las nubes se empujan unas a otras para quedar fuera de su alcance. La noche y el día se juegan a los dados las horas en un desesperado intento de pasar menos tiempo cerca de ellas. Las focas y las ballenas, en fin, dan grandes rodeos evitar ese enclave tan peligroso.

Tienen mala fama las sirenas. Tienen fama de que atraen con su canto a los desprevenidos (da igual si son seres vivos o elementos de la naturaleza o protagonistas de un cuento), que acaban despedazados contra unas escarpaduras imposibles de escalar. Tienen fama de que su capacidad de seducción es infinitamente mayor que la capacidad de resistencia de cualquiera, incluidos los más fuertes, más temerarios y más seductores ellos mismos. Tienen fama de que son, en efecto, irresistibles, voraces, despiadadas, malas. Tienen mala fama las sirenas desde hace miles de años, desde Odiseo o antes. Y por eso llevamos siglos evitándolas.

El gran secreto de las sirenas, sin embargo, es que se sienten muy solas. Las sirenas cantan toda la soledad del mundo. Las sirenas son esa soledad transformada en cuerpo híbrido, en canción desesperada, en isla inabordable. Las sirenas, que no pueden dejar de cantar desde el gigantesco acantilado de su soledad, darían lo que fuera (su belleza refulgente, su prestigio mítico, su piel hipnótica, su voz robadora) porque el horizonte no se alejara, ni el viento de levante sintiera pánico cada vez que las acaricia, ni las olas recen para que se adelante la bajamar, ni peces, gaviotas, cangrejos o lapas se escondieran de ellas, ni transatlánticos y veleros o nubes cambiaran de rumbo con brusquedad, ni la noche y el día se apostaran sus horas correspondientes contra ellas, ni focas o ballenas pasaran lo más lejos posible de sus costas en sus periplos maravillosos.

Las sirenas quizás, a estas alturas, ya no sepan cómo no hacer daño a sus enamorados, pero les gustaría aprenderlo. No los quieren estrellados sino compañeros. No los quieren víctimas sino cómplices de nuevas canciones, nuevas risas, nuevos abrazos, nuevas ilusiones, nuevas mitologías. Porque se sienten solas y no saben qué hacer para remediarlo. Y porque cada vez que alguien o algo (el horizonte o los peces, los veleros o los cangrejos, el viento de levante o las ballenas) cree entender, por fin, la letra de sus cantos y se acerca para socorrerlas y ayudarlas a librarse de esa soledad eterna, ellas, haciendo lo contrario de lo que desean y actuando en contra de sí mismas, dejan que, como los anteriores, se desfigure contra las aristas crueles.