Alguna vez, guiados sobre todo por hispanistas ingleses y norteamericanos (Raymond Carr, John Elliott, Richard Herr, etc.), creímos que sí lo era y que por lo tanto podía cambiar a mejor, asimilarse a las democracias occidentales. De modo que dejamos de paladear el amargo sabor de los quevedescos versos sobre los desmoronados muros de la patria y sobre el no hallar cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. La Transición, por primera vez en nuestra Historia, nos hizo optimistas sin devenir al tiempo arrogantes. Integrados en Europa, pensamos que teníamos un futuro y que éste se hallaba indisolublemente unido al grandioso proyecto de unificación europea. Perdimos conciencia de la propia identidad como cuerpo histórico-político (mientras que algunos de nuestros miembros la adquirían mediante un desarrollo tumoral torticeramente inducido) en beneficio de un sueño para nosotros soteriológico: la creación hipostática de un único centro europeo de imputación de conducta. O sea, los Estados Unidos de Europa, una nueva Federación de Estados desde Portugal hasta la frontera rusa. Ciertamente, no había un pueblo capaz de autodeterminarse en tal sentido, un «we the people» europeo, pero del mismo modo que el Estado creó la Nación, también la Unión Europea, según pensábamos, era capaz de crear un pueblo. Al fin y al cabo, el «people» americano fue, contrariamente a la inventada secuencia que suele aducirse, un producto «made in USA», no al revés.

La crisis económica ha acabado con todo eso, o lo ha degradado o, como mínimo, lo ha pospuesto «sine die». Tras la política económica procíclica e inmunodepresora impuesta por Berlín como hegemónica República de acreedores, ¿qué es lo que queda en pie? Pues esa mezcla de austeridad luterana y rigidez burocrática que un personaje de Tolstói, el viejo príncipe Nikolái Bolkonski, denominaba sarcásticamente «el Hof-Kriegs-Wurst-Schnaps-Rat» o Alto Mando de la salchicha y el aguardiente. Y que Dios nos lo conserve, sin embargo, porque, ante la inanidad de los socialdemócratas (en todas partes almas sin cuerpo, o menos aún: ectoplasmas), detrás vienen Alternativa para Alemania (AfD) y PEGIDA (Patriotas europeos contra la islamización de Occidente: ¡toma ya!). El Brexit, por otra parte, nos ha dejado a solas en una habitación sin ventanas con el gentil Schäuble y el consistente Hollande, alias Flanby.

A los españoles los estragos de la crisis nos deben haber parecido poca cosa: por eso les hemos añadido el Catexit y el juego infantil de la investidura imposible, una auténtica atracción de parque temático. En un apéndice explicativo a Guerra y Paz, consideraba Tolstói que «las causas de los hechos históricos son inaccesibles a nuestro entendimiento», que la Historia se halla dominada por la ley de la fatalidad y que nuestro razonamiento retrospectivo no tiene otro objeto que demostrarnos a nosotros mismos que hemos obrado libremente. Bueno, en el caso del separatismo catalán el gran escritor se equivocaría completamente, porque no es el fruto de fatalidad alguna, sino de una voluntad deliberada de una caterva de demagogos de imponer a cualquier precio -ya veremos si eso incluye la guerra civil- sus construcciones étnicas de ingeniería social. Durante casi cuatro décadas esos bucaneros han encontrado la complicidad, en diversos grados, de todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso de los Diputados, de la judicatura y del Tribunal Constitucional. Finalmente, en el momento supremo, en la hora de la verdad, cuando hay que correr algún mínimo riesgo (en un ordenamiento que no conoce la pena de muerte ni siquiera en tiempos de guerra), han visto que al frente del Gobierno de la Nación se halla un político de nulo coraje moral, maestro en el arte de ponerse de perfil y de endosar a otros la adopción de cualquier decisión mínimamente traumática. No se trata, pues, de fatalidad. Tampoco se trata de algo misterioso e incomprensible, la consecuencia de la acción de fuerzas ultratelúricas que encarnan la Cataluña inmortal. Dejemos al margen el romanticismo para papanatas. Se trata de cobardía para cumplir el deber de preservar la unidad del país. Y punto.

Finalmente, y en cuanto a la imposibilidad de comprender cómo nuestros partidos políticos han quedado desnudos de toda seriedad en el empeño capital de designar al presidente del Gobierno, la verdad es que no hay tal imposibilidad. Son mediocres, mezquinos, miopes e irresponsables. Cierto, también ello cabe que se vea en clave fatalista, que parece más elegante: «Si se admite que la vida humana puede ser dirigida por la razón, se destruye la posibilidad misma de la vida». Vaya, Tolstói de nuevo.

*Ramón Punset es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo