Rajoy no le interesa gobernar. A estas alturas eso no es ya siquiera una inferencia, sino una constatación pública, envainada a medias entre su abulia natural y la convicción, anunciada en las encuestas, de que un hipotético Tercer Round daría alas electorales al PP. De todas las virtudes ocultas del presidente la más indiscutible es la propia capacidad de ocultar, de hacer casi literalmente un Houdini, incluso cuando le compromete el rey y la Constitución. Su estrategia no nace de la nada; ya le salió muy bien hace unos meses, en la época en que el CIS asaltaba las estrellas, cuando todo era desplante y negociación. Por no mover ficha Rajoy no ha sido capaz ni de tomarse un carajillo a la flamenca con Albert Rivera, al que no resulta difícil verle en un plazo de diez años como su sucesor dentro del partido, una vez que Ciudadanos, ay, se encuentre con su defunción. Presentarse a una investidura no es un plebiscito en el Bernabéu, sino un imperativo. Y más si se han ganado unas elecciones, por más que esto último tenga a nivel sociopolítico un marcado carácter paranormal. Con Rajoy el asunto de la indolencia casa tanto y tan bien que cuesta dar a ciencia cierta con la cascada etiológica, hasta el punto que no se sabe si él es la horma de su estar en el mundo o es su estar en el mundo lo que constituye una horma para él. Lo extraño, lo verdaderamente inquietante y digno de estudio en cualquier caso es que con su parálisis, y en mitad de un vendaval de corrupción, logró lo que nunca antes había pasado a nivel electoral: que una campaña se convierta en una consulta sobre el aspirante y no sobre la gestión del último gobierno. Da la sensación que con el 26J, España, enredada en el humor zafio de sus tribunos, se dispuso a juzgar a Podemos, y mientras cavilaba glotonamente con Venezuela, los colegios concertados y la presunta infidelidad a Europa, apareció sin hacer ruido y arrastrándose sobre la moqueta el espíritu de Rajoy. Una cosa no se le puede negar: ni él ni ninguno de su lista debería a echarse al lado en puridad como sugiere Ciudadanos. Y por una razón aritmética muy sencilla: el país, con sus votos, ha dejado muy claro que le importa una higa la corrupción y los corruptos, y que su verdadera preocupación no es regenerar nada, sino la incertidumbre de la transformación. Todas las personas en su sano juicio saben que si el partido de Pablo Iglesias hubiera formado gobierno no habría llegado el apocalipsis. Y que una de las fortalezas de la democracia, incluso de una tan formal y endeble como ésta, es que los problemas electorales se resuelven pronto. Incluso cuando hay una verdadera obstinación por ponerlo todo patas arriba, que es justamente lo que ha hecho en los últimos años el PP. Rajoy no pasará a la historia como el hombre que sacó a España de la crisis, que es lo que sonrojantemente sostuvo una diputada en este mismo periódico, sino por haber hecho dejación de funciones, pareciéndose penosamente a un jarrón chino o un técnico de un país intervenido, sin capacidad de diálogo o de negociación. Presidente criogenizado. Otra vez.