Infernal el calor. Y el ruido, aunque no había nadie. Los graznidos, rebuznos, gruñidos, barritos, crotoreos, mayidos, marramaos, rebudios y gorjeos de unos le disputaban la voz solista a los ululatos, rugidos, zureos, lloros, silbos, guarridos, gañidos, aullidos y bramidos de los otros, pero en el lugar no había nada ni nadie, hasta que apareció don Crepúsculo. Por no haber, no había ni sombra. Solo ruido ensordecedor había. Y calor, mucho calor...

Don Crepúsculo es un hombre de pelo ralo-ralísimo, avejentado, aviejado, apergaminado..., con más años que edad, al menos en apariencia. Sus casi dos metros en vertical compensan y equilibran los otros dos de su perímetro abdominal, en horizontal. Don Crepúsculo, que es persona de triste aliño indumentario, como escribiera de sí mismo el benjamín de los Machado, hace años que permanece preso de algunas fobias que anidaron en su alma, hoy sufriente y reconcomida adonde las haya. Atribulado o febril, según el día, y más febril que atribulado todas las noches, don Crepúsculo siempre reniega de su padrino, que fue quien le puso nombre:

-Amanecer, habría preferido Amanecer..., para despertarme renaciendo y no para vivir yéndome durante todo el día como Crepúsculo „repite cada vez que se refiere a su nombre.

Don Crepúsculo, al que uno de sus trastornos lo lleva a contarse los pelos de la cabeza a diario, el día de autos llegó con ciento veintiocho vestigios de su otrora abundante melena, al viento, al pairo de un insufrible terral al que ceñía por estribor. Venía activado e instalado en su lado blanco y feliz, menos mal€ Por eso aproveché y le pregunté por el ruido en aquel lugar hirviente y vacío.

-Es el ruido de las elecciones. Las palabras de los filateros quedan en el ambiente y los vientos las mueven y las mezclan entre sí, y los ecos las rebotan en todas las direcciones. Lo que escuchamos tres días después de cada arenga intencionada es lo que queda después de todo el proceso: sonidos de origen animal de los que poco o nada sabemos los racionales. Cuando las palabras se convierten en quiescentes crisálidas del ruido es como si este tomara nuestro cerebro reptil al asalto para demostrar la estolidez más ordinaria y la ordinariez más estólida. Medítalo y cuéntalo el próximo miércoles, por favor -me respondió.

Para cumplir con él, exprofeso, intentando interpretar el ruido, no me moví del sitio durante horas, pero, aparte de los susodichos ladridos y berreas y relinchos y balidos y bufidos y roznidos..., mi torpeza solo acertó a intuir/sospechar dos palabras en todo el batiburrillo fonético-fónico: ¡culpable, able, able, able, able...!, por un lado, y ¡chantajista, ista, ista, ista, ista...!, por otro. O sea, que las enseñanzas de don Crepúsculo otra vez fueron «l´avangelio», mismamente. ¡Este tío es un crack...!

En fin, asumido el asunto y en honor a la verdad, prometo que nunca tanto como en este preciso instante, mientras escribo en nombre de don Crepúsculo, he sentido la necesidad de pedirle prestadas unas palabras a Machado para hacerlas mías durante diez escasos segundos: «Desdeño las romanzas de los tenores huecos / y el coro de los grillos que cantan a la luna. / A distinguir me paro las voces de los ecos, / y escucho solamente, entre las voces, una».

O sea, expresado como el mismísimo don Crepúsculo lo haría: que ni la tira del perezoso tardo azul con prisa y su banda, ni la historieta del zorro rojo perseguido y su pandilla, ni el catálogo de los camaleones ikeaicos vestidos con la capa morada de los superpoderes imposibles, ni la viñeta del correcaminos anaranjado hiperactivo y los suyos, me divierten. Señores Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera, no están a la altura. Ni a la de miras que ustedes propalan, ni a la de ser mirados, a la que alude don Crepúsculo cuando los cita.

Si el malquisto y poco divertido exministro de Educación volviera de su báratro parisino, en el que a duras penas sufre su atormentado destierro en el distrito octavo -pobre criaturita-, y les aplicara sus magistrales e infalibles fórmulas de aptitud académica, sépanlo, ustedes suspenderían estrepitosamente.

Demasiado tiempo, demasiado ruido y ninguna nuez, señorías. Y para tamañas hechuras, francamente, no hace falta que se esfuercen más... Descansen y relájense... Dejen de preocuparse por mí... Cojan el hatillo y márchense, todos... Sean felices, que es gratis.

Uf, qué alivio, don Crepúsculo...