Era acariciar la plenitud, hoy lo sabemos: tumbado sobre la hierba, la mirada en el cénit y los brazos cruzados bajo la cabeza, el niño que fuimos otea el firmamento. Ahí va otra, ¿la habéis visto? Era cuando las noches eran negras, y el prodigio tenía lugar a la vista de todos. Qué sencillo era el mundo entonces. El verano comenzaba su larga agonía y las sombras se adelantaban poco a poco cada atardecer, casi imperceptiblemente. Pero a la altura de la noche de San Lorenzo, la de sus fulgurantes lágrimas, aún quedaban muchas vacaciones por delante.

Algunas décadas más tarde nuestro planeta sigue acudiendo puntual a su cita de todos los años con la estela del cometa Swift-Tuttle. La atravesamos a la acostumbrada velocidad traslacional de 108.000 km/h y los minúsculos fragmentos del cometa entran a nuestra atmósfera de manera centelleante, produciendo una lluvia de estrellas fugaces que habrá alcanzado su punto álgido esta madrugada pasada. Aunque mucho me temo que el espectáculo ya no puede disfrutarse al borde del mar como antaño; para apreciarlo hay que desplazarse muchos kilómetros hacia el interior, más allá del resplandor lechoso con el que hemos bañado el cielo nocturno de nuestras ciudades mediante farolas, neones y rótulos publicitarios, para mayor gloria de las eléctricas.

Mientras tanto Perseo nos vigila desde su constelación. La lluvia de meteoros parece irradiar de su posición en la bóveda celeste, y con un poco de imaginación reconocemos en sus estrellas la silueta del victorioso semidiós, armado con el yelmo de Hades y el escudo de Atenea, y de cuya mano izquierda pende la cabeza inerte de Medusa. Nos pregunta si hemos tenido buena caza: ¿cuántas estrellas fugaces habéis visto esta vez?