Divertirse, en efecto, es un fastidio, un aburrimiento. Divertirse, además, es un esfuerzo que casi nunca merece la pena. Demasiado trabajo el ocio, construirse y habitar un espacio de ocio, hacer depender del ocio nuestros proyectos y deseos. La obligación de divertirse es uno de los más estólidos esoterismos contemporáneos, una paraciencia de la que se aprovechan los gurús del frenesí y del sinsentido. Una banalidad elevada a quintaesencia, el secreto a voces, al parecer, de la felicidad, la panacea de la vida.

Divertirse es triste, nos pone tristes. Como el volquete de un camión librándose de sus escombros en medio de la nada, la diversión, por regla general, nos descarga en un páramo repleto de desechos, de cascotes de soledad y angustia, de basura acumulada (nuestros errores, nuestras miserias), de restos no reciclables de tiempo. La diversión (sobre todo la obligatoria, la impuesta por rituales, costumbres y calendarios) apela a lo más bajo, se nutre de lo más bajo: la melancolía sin infinito, el sexo sin alma, el cuerpo sin alas, la borrachera sin ebriedad, el cambio sin metamorfosis, la prosa sin poesía, la alucinación sin símbolos, la intensidad sin misterio o la alegría sin corazón.

En el otro lado de la balanza, el aburrimiento podría y debería ser muy divertido. Aburrirse es una buena estrategia para dejar de empujar los acontecimientos para que sucedan y, por tanto, una prueba de que uno confía en el mundo, en su ritmo (incluso en sus repeticiones, a veces cansinas pero siempre muy bien justificadas), en sus revelaciones lentas, en cómo nos va trabajando (el rostro, los sentidos, las amistades, el gusto) con delicada morosidad y con paciencia respetuosa y fiel a lo que somos. Cuando uno se aburre y no se queja por ello, de repente le puede advenir, como si le cayera una manzana del árbol en la cabeza, una ocurrencia genial, un verso o una ley únicos, la solución a un dilema moral o sentimental, la clave para solventar un problema que nos parecía irresoluble. Entonces uno sonríe (se divierte, se entretiene) y se da cuenta de lo fructífero (y humano) que es el aburrimiento.

Divertirse es aburrido y aburrirse es divertido. En esto, como en todo, nuestro modelo de civilización ha invertido el orden de importancia. Por un lado porque la diversión es un gran negocio, una gigantesca fuente de ingresos, y el aburrimiento una ruina. Por otro, porque la necesidad de diversión a toda costa genera enjambres de seres acríticos, dóciles, sin dos dedos de frente, incapaces de unirse para corregir injusticias o meras tonterías. El que se aburre, por ejemplo, de repente se da cuenta de que se le abre la oportunidad de entregarse a esas actividades tan peligrosas como son pensar, ahondar en las cosas, registrar datos significativos, intuir, mirar pasar las nubes, leer un libro, pasear sin planes o contemplar la sabiduría instintiva de un gato.

Los que se divierten se mueven mucho pero no mueven nada, no cambian nada: ni a sí mismos, como no sea a peor, ni a los demás, si es que se alguna vez se dan cuenta de verdad de que existen. Los que se aburren están tan quietos que al cabo de poco sienten que la realidad se ha puesto a ronronear a su lado, que les circunvala confiada, que les elige como centro y destino. Es por eso que los primeros deberían pararse un poco y aprender de los segundos. Se lo pasarían mejor, muchísimo mejor, y quizás hasta le encontraran sentido a esto de vivir. aburrido