Mi hijo está viendo en la tele un partido de voley playa en los Juegos de Río. En el graderío, que está en la misma playa de Copacabana -según repite el locutor-, hay muy pocos espectadores: cien, quizá, no muchos más. Lo mismo pasó en otro partido de waterpolo que mi hijo vio ayer o anteayer: apenas había espectadores en la piscina, aunque el locutor se esforzaba por narrar con sumo dramatismo las incidencias del encuentro. Y lo mismo, imagino, debe de ocurrir en otras muchas pruebas de deportes minoritarios: la gimnasia de anillas, la esgrima, la doma olímpica, el tiro con arco, la cama elástica, el bádminton, el piragüismo de aguas tranquilas (que es distinto, según leo, del piragüismo de aguas bravas), y tantos y tantos otros deportes así. ¿A quién interesan? ¿Quién va a verlos? Y lo digo con admiración, que conste, hacia esos solitarios espectadores de unos deportes que apenas tienen seguidores en el mundo.

En los juegos de París, en 1900, el croquet era modalidad olímpica, aunque sólo consiguió atraer a un único espectador. Me pregunto si ese solitario espectador sería Marcel Proust, pero enseguida el amable señor Google me aclara que fue un inglés que acudió especialmente desde Niza a París a contemplar la competición. Cuando se habla de espíritu olímpico -algo que nadie sabe definir demasiado bien-, me acuerdo de ese único espectador de un deporte que no interesaba a nadie y que viajó desde Niza a París para ver un partido de croquet. En los juegos siguientes, por cierto, el croquet fue eliminado de las competiciones por falta de interés. Pero también pienso en esos espectadores de waterpolo o bádminton o esgrima, que forman una especie de sociedad secreta, igual que los numismáticos o los coleccionistas de cachivaches raros (singles de los Flamin Groovies, latas antiguas de Coca-Cola, patitos de hule). Y ahí están, animando a sus equipos en unos graderíos medio vacíos, igual que los votantes de esos partidos que sólo obtienen mil o dos mil votos, pero que aun así nunca renuncian a seguir votando lo mismo: votantes heroicos, disciplinados, acostumbrados desde siempre a la derrota.

El croquet no fue el único deporte raro que alguna vez fue olímpico. Hubo otros: la escalada de cuerda, por ejemplo, que no duró nada como deporte, o el duelo a pistola (Dios santo, imaginen que este deporte fuera olímpico ahora), aunque los participantes en el duelo a pistola no se disparaban el uno al otro, sino a un maniquí de escayola. Y había otros deportes igual de raros que desaparecieron por falta de público: el salto de longitud a caballo, la atracción de cuerda (en el colegio jugábamos a ese maravilloso deporte, sin saber que una vez, ay, había sido olímpico), o el tiro al pichón (hoy en día lo boicotearían los animalistas), o el buceo, o las carreras de bicicleta tándem, que tampoco despertaron el suficiente interés y desaparecieron sin dejar rastro. ¿Hay algo más triste que esos deportes olímpicos que nadie recuerda? ¿Y hay algo más triste que los récords y las victorias que tampoco recuerda nadie? Todos recordamos al corredor Jesse Owens (que humilló a Hitler en los juegos de Berlín), y a Emil Zatopek, y a Mark Spitz (eso fue en Múnich 72, ¿no?) y también a la gimnasta Nadia Comaneci y a tantas otras; pero ¿quién recuerda al finlandés Kaarlo Kangasniemi, que ganó una de las pruebas de halterofilia en México 68, donde aquellos atletas negros de los Black Panthers se subieron al podio con el puño en alto (¿se acuerda alguien de ellos, por cierto?). ¿Y quién recuerda a los ganadores de las pruebas de lanzamiento de martillo, de piragüismo, de tiro con arco? ¿Alguien lleva la cuenta? ¿Alguien se interesa por ellos, aparte de los herederos espirituales de aquel solitario espectador de la competición de croquet?

Según el juramento olímpico, los atletas compiten «por la gloria del deporte y el honor de nuestros equipos», pero las palabras gloria y honor ahora tienen el mismo sentido que el duelo a pistola o el tiro al pichón. En una entrevista reciente, el malhumorado Rafael Sánchez Ferlosio le dijo a Arcadi Espada que «todo en este mundo es diversión. El ocio lo es todo». Y con la excusa de la superación individual y del espíritu olímpico y de las viejas palabras como honor y gloria, los juegos olímpicos son un excelente negocio del que se benefician unos pocos y que pagan unos ciudadanos a los que por lo general les interesan muy poco. Pero uno se consuela pensando en esos solitarios espectadores del partido de waterpolo o de todos los demás deportes minoritarios. Si queda algo de honor y algo de gloria, está sin duda en ellos.