Me había prometido este año no incurrir, dejar la palabra como otros dejan la pena y el cilicio, abandonarla secamente en su estuche, con el esmalte preparado para cuando dentro de diez días, por si surge una ocasión y hay que volver a toda prisa y verboso, que la sabiduría, en este oficio, llega- si es que llega- casi siempre echa unos zorros, y, sobre todo, después. No quería decir nada, darme el lujazo rotundo de dejar a feriantes y contraferiantes despellejándose a su aire, sin ningún tipo de injerencia profesional. No me refiero con esto, a la profesionalidad del periodismo, que es difusa y generalmente no da de comer, sino a la otra, todavía más intonsa, que es la de entrar a todo como un morlaco y aprender el arte reputadísimo de hablar burbujeante y fino, de parlotear mucho y decir poco, que en España tenemos tradición. El diccionario tiene un verbo precioso para esta cosa morcillona y mal emparejada del lenguaje intrascendente: se trata de fablistanear. Y eso, entra en el imperio de la metafísica o, para ser más académicos, de la metalingüística, que ya es avanzar un grado y se hace más inoportuno, porque no deja de representar, en puridad, una forma de sufrir dos veces. A los que detestamos la feria sólo hay una cosa en estas fechas que nos fastidie más que la feria: el llamado nivel de metaferia, que es la pelea navajera, entre partidarios y detractores, que se produce puntualmente y con los mismos argumentos a favor y en contra en los medios de comunicación y en internet. Uno, que ya va para viejo y faltón, respeta la habilidad para sacar la cimitarra y marcarse de vez en cuando una escabechina teórica con la materia más insulsa, pero todo cansa en esta vida a partir de la décima repetición. Estoy harto de los cofrades de fino La Ina que se quejan de que otros hagan lo mismo que ellos pero en formato botellón, de los nostálgicos de la peste a caballo, de los fans de Los del Río y del reguetón. El error de la feria de Málaga quizá no esté tanto en la justificación, ya de por sí vaga, pura flor del casticismo, como en su magnitud. Con esto del todo vale para el turista la ciudad, y no sólo su feria, corre el riesgo de convertirse en una ciudad excesiva. Por tocar sólo algunos de los más habituales highlights: la famosa cruzada entre las bragas en la mano y la falta de servicios es una cuestión que se desarma sin necesidad de hacer política ni pedagogía. Basta con saber sumar. Si se da rienda suelta a una fiesta masiva en la que el mayor y único aliciente es beber -lo demás es sólo mala literatura- lo lógico es que también se calcule un número aproximado y razonable de aseos públicos. Y, que, además, se mantengan con un mínimo de dignidad. El hecho de trabajar en el centro te abre una ventana privilegiada a todo tipo de estampas probables del apocalipsis. Y ni en la peor pesadilla de Limasa se consigue tanto verismo, con toneladas de detritus y mal olor. La Feria de Málaga debería atreverse y quitarse la careta que, por otra parte, nunca tuvo, reconocer su zafiedad y que su sentido es único y pasa, como casi todo últimamente, por llenar los bolsillos del personal. Señores munícipes, ¿es todo lo que se les ocurre? ¿No hay una vía a la riqueza que no lleve a la degradación? ¿Una más fresquita? Volvamos a la retórica de nuevo. Si Málaga quiere ser Ibiza, la parte hortera y elefantiásica de Ibiza, está en su derecho, pero que no venga luego a tirar de costumbres y de eufemismos. Aquí no se trata ni de música ni de folclore, sino de pegarle al gaznate y al mogollón, que es algo, conjugado así, peterpanesco y muy hormonal. Uno cuando bebe lo hace sin tanto cirio, a ser posible rodeado de menos descomposición y compañía. Y, sobre todo, no le llama a eso la mejor faena del sur del Mundo. Ni le pone un abanderado. Y ni siquiera un edil. Fausto con ciencia de freidora. Ése fue tu triste pacto veraniego. Esa eres tú en agosto, ciudad.