Tiene el comentarista la tentación, un algo literaria, de manifestar sus temores sobre el futuro advenimiento de lo que, con notable tenebrismo, novelaba Aldous Huxley en su famosísimo libro Un mundo feliz. Tentación rechazada de plano, lo aseguro, porque en el fondo hay que creer siempre en la posibilidad de reacción del ser humano. Lo que, a su vez, no ha de impedir un saludable ejercicio de enfrentar con realismo los signos de los tiempos. Tampoco se trata de dramatizar lo cotidiano ni de dejarse llevar por suspicacias excesivas. Preámbulo este, tal vez un poco extenso, en el intento de establecer con claridad una actitud de salida ante la creciente asunción de nuevas competencias por los entes públicos.

Una novedad a mi modo de ver invasiva de lo que entendemos como personal y privado. De modo imperceptible, lo colectivo avanza sin pausa. Todo parece cada vez más impersonal y más gregario, hasta la diversión. Me refiero, claro está, al mundo occidental y sobre todo al ámbito que tenemos más cercano.

Bastará echar un vistazo a la pequeña historia local, provincial o nacional de los últimos tiempos para comprobar la preocupación de las distintas administraciones por ocupar espacios de competencias que, en principio, parecen tratar de hacer más fácil la vida de los ciudadanos. Lo asistencial, recreativo, educativo, cultural, incluso lo ideológico y doctrinal se nos propone como exigible de los entes públicos. Casi dan ganas de exclamar lo de la copla: «No me quieras tanto».

En principio€ nada que oponer al presunto beneficio, hasta que uno empieza a temer por este pseudo mundo feliz que, so pretexto de protegernos del infortunio, puede sofocar nuestra más fértil capacidad de iniciativa e invadir la medular característica del ser humano: la libertad.