El noventa cumpleaños de Fidel Castro no ha provocado en España mayores comentarios. He leído, eso sí, el artículo del historiador cubano residente en México Rafael Rojas en el que sostiene la tesis de que el culto a la personalidad del comandante no ha necesitado de monumentos para satisfacer su ego ya que los iconos oficiales de la Revolución continúan siendo José Martí, el héroe nacional por antonomasia, y el Che Guevara, al que se ha construido un mausoleo imponente. En el fondo, es una tesis muy parecida a la del historiador norteamericano Arthur Schlesinger cuando afirmó, hace ya bastantes años, que «Fidel Castro no fomenta el culto a la personalidad. Es difícil encontrar en la isla una imagen suya. El icono de la Revolución es el Che Guevara».

Pero Rojas no interpreta el dato con la misma intención que Schlesinger por cuanto estima que ese paso atrás de Fidel respecto del fomento de su propia efigie responde más a la habilidad táctica de quien se sabe por encima del bien y del mal que a un rasgo de modestia. Una suerte de astucia que le ha permitido jugar sabiamente diversos papeles durante su largo predominio político. Desde aquel héroe romántico que nos descubrió el periodista Herbert Mattews en las páginas del New York Times cuando comandaba la guerrilla en Sierra Maestra, hasta el de líder antiimperialista mundial que quiso llevar la revolución al resto de Latinoamérica y a África. Sin olvidar, por supuesto, su estratégica alianza con la entonces poderosa Unión Soviética hasta los equilibrios de supervivencia que hubo de dirigir después de la desaparición de la gran potencia comunista. «Castro -escribe Rojas- como gran macho reinante mantuvo en la opacidad todo lo relacionado con su vida privada y ahora se muestra como un anciano sabio y vigilante, acompañado siempre de su esposa Dalia Soto del Valle en el otrora exclusivo y burgués barrio de Siboney». No obstante, no cabe duda de que estamos ante un protagonista principal de la política contemporánea, muy convencido de que el juicio de la historia lo habrá de absolver, como él mismo anunció en el célebre manifiesto del movimiento 26 de julio. En ese sentido, escapar de manifestaciones aparatosas del culto a la personalidad debe ser interpretado como una muestra de inteligencia, una vez vistos los malos ejemplos del fascismo, del nazismo, del estalinismo, del maoísmo, del franquismo y hasta del fraguismo. Por cierto que fue Fraga el político español que más afectuosamente trató a Fidel Castro so pretexto de que era, como él, un hijo de gallegos emigrados a Cuba, una circunstancia que debe de unir tanto como el carácter autoritario de dos personajes tan diferentes en su ideología. La obra de un estadista hay que juzgarla por sus hechos y no por los monumentos que él mismo se financia en vida. Al mismo tiempo, se evita el triste espectáculo de que a su muerte, o con el cambio de régimen, otros vengan a destruirlos.