A nadie le ponen medallas (a casi cien mil euros la de oro si eres español y compites en unos juegos olímpicos) por consolar a su gata, que a lo mejor se ha hecho daño en una pata o tiene un problema de riñón. A nadie le ponen medallas (y menos un sueldo millonario en euros si eres un futbolista de primera división) por depositar plásticos, latas, cartones o botellas de vidrio en sus respectivos contenedores. A nadie le ponen medallas (ni le hacen entrevistas como esas en las que el regatista, el baloncestista, el pertiguista, el velocista, el tenista o el nadador demuestran con sus respuestas lo lejos que entrenan de los libros o de la inteligencia emocional o de la vida real) por practicar la alegría contagiosa a pesar de la que está cayendo. A nadie le ponen medallas, en fin, por hacer bien el trabajo de existir para uno mismo y para los demás; ni por emplearse a fondo en desarrollar la empatía, el compañerismo, la bondad, la solidaridad, el amor, la amistad, la sensibilidad, la intuición, la disponibilidad, el respeto; ni por regar las plantas, sacar a pasear el perro, limpiar el hornillo de la cocina, tender la ropa; ni por cantarle nanas a un bebé, empujar la silla de ruedas de un anciano, dar conversación al solitario crónico.

A nadie le ponen medallas por estar aquí, ser esto, abrirse camino, rozarse con el prójimo sin herirle. A nadie le ponen medallas por hacer una cola, rellenar un impreso, aparcar el coche. A nadie le ponen medallas por vivir sin más (y sin menos). Porque las medallas están reservadas para los que hacen cosas presuntamente excepcionales que no hacen excepcionales a los demás, es decir, a los espectadores, a los periodistas, a los niños o, por qué no, al planeta Tierra. Por mucho que intenten convencernos de que los que las consiguen son un ejemplo positivo para los que no lo consiguen, un recordatorio de los valores a resaltar y extender universalmente, lo único que de verdad hacen es matar el tiempo de los otros, rellenar el vacío en el que estamos instalado porque eso es lo que les convienen, ya saben, a los que mandan, y proporcionarnos una nueva excusa para malgastar nuestro presente e hipotecar nuestro futuro.

¿Es que el deporte y los eventos que se organizan en torno a él es malo, son malos? Claro que no: el deporte es sano en general, y el deporte de élite, cuando no está mediatizado por el papanatismo onomatopéyico (el de una patria, el de un club) o instrumentalizado por la apisonadora del interés económico, un espectáculo digno de verse. Lo que es malo (así, sin paliativos ni matices) es el elevadísimo lugar que ocupa en nuestra sociedad, su carácter referencial, el puesto de mando que le hemos otorgado. Y que lo haga a costa del arte, de la filosofía, de la literatura, de la ciencia y de otras actividades que sí que ofrecen herramientas (sofisticadas, profundas, útiles) para moldearse uno un alma poliédrica y para extraer de sí su mejor persona posible.

A nadie le ponen medallas por inventarse una metáfora refulgente, por resolver una ecuación intrincada, por fotografiar un reflejo (un charco, un escaparate) dentro del cual hay un leve cuadro de irisaciones inéditas, por atender una confidencia dormido en el corazón de quien se la está haciendo para así entenderla mejor. Y no se la ponen, claro, porque han agotado sus existencias esos deportistas que acaparan las portadas, las radios y las charlas de bar.