Dicen los marengos que lo que haga la noche de San Juan hará todo el verano. La noche de San Juan fue de levante fuerte, si no me falla esta memoria mía que siempre tuvo vocación de orilla, y con levante fuerte seguimos.

El levante es un viento macho y marinero que, cuando viene de buenas, se echa tranquilo sobre la ciudad con una luz acuosa, leve de bruma y algo salobre, aquietando las olas en la playa y mojándonos los sueños. Cuando viene así, suave, el levante tiñe las calles de una claridad vaporosa, deja en ella un aroma de sal y espuma y, si te acercas a la orilla, puedes oír su vieja letanía, esa que, cuentan los pescadores, es la larga nómina de los ahogados. Pero a veces, cuando se desboca, cuando se le hinchan los humores, muerde la orilla y la arrastra hasta el fondo. El levante es un viento voraz que se lleva la arena y algunos bañistas incautos. Este verano van trece los ahogados por el levante y sus arranques, trece muertos que añadir a la larga lista que cuentan las olas.

Hay que temer al levante, no confiar nunca en él. Los malagueños, cuando nos hierve la sangre, solemos advertir con la frase «se me está poniendo un agualevante€», haciendo ver que empezamos a ser una compañía peligrosa. Sin embargo, de un tiempo a esta parte parece que se le ha perdido el respeto al mar y sus constantes cambios de carácter. Empiezan a ser ya demasiados muertos en nuestras playas, demasiados ahogados en un litoral que es generalmente amable y hospitalario. La gente se arriesga en unas aguas que tal vez no conoce bien o simplemente desprecia el peligro creyendo que nunca pasa nada, o que siempre les pasa a los demás. La trágica muerte de un británico en las playas de Torrox el domingo pasado ha hecho que el oleaje llegue hasta la portada de The Times, hasta la mismísima orilla del Tamesis.

El mar, que tanto nos atrae, que tanto nos fascina, tiene un algo demoníaco que solo algunos poetas mayores han visto. Juan Ramón Jiménez quizás fue el primero en darse cuenta, llamándolo «¡€ cielo rebelde,/ caído de los cielos!» y Federico García Lorca, siguiendo sus pasos, concluyó con aquello de «El mar es/ el Lucifer del azul./ El cielo caído/ por querer ser la luz». Lo estoy viendo ahora desde mi ventana. Está algo arisco, agrisado, levantando olas contra la poca arena que va quedando, haciendo ver que no es un juguete, que hay que tenerle respeto y cuidado, que muerde y mata y luego, como dice Alcántara, sigue ahí «que va y que viene,/ yendo y volviendo a venir, /cualquier sabe hasta cuándo. Hasta que encuentre por fin/ la playa que está buscando».