En lo que queda de algunos pueblitos del centro de Italia la gente está durmiendo en el suelo. No sé si emociona más ver cómo Giulia, esa niña de diez años, es rescatada viva del amasijo de escombros producido por los temblores que antes fueron su casa o su escuela, u observar los gritos de urgencia y alegría de los bomberos que la sacan de allí, cómo la coge en brazos uno de ellos y la aprieta contra su cuerpo, la niña exhausta tras diecisiete horas semienterrada, alegría y dolor, alegría y dolor, alegría y dolor…

Temblores. Si pensáramos más en nuestra pequeñez cuando la tierra tiembla, si recordáramos el último terremoto que en la madrugada zarandeó nuestra cama en Málaga y tiró cascotes y resquebrajó alguna fachada en Melilla, si comprendiéramos que sólo un grado más en la escala sísmica habrían convertido esa anécdota para contar en la cafetería en una tragedia que uno querría olvidar si estuviese entre los supervivientes, quizá no tendríamos que ver chiquillos con las piernas cortadas por las bombas o llorando abrazados cuando reciben la noticia de la muerte de su hermano en un tiroteo, el último regalo de los vídeos de guerra que inundan la red y los informativos de esta semana. Desde que la internet nos enfrenta al sufrimiento de los inocentes casi en tiempo real cara a cara (ahora que se cumplen 25 años de la apertura de la World Wide Web), ya no sólo sabemos que los cementerios están llenos de personas que murieron antes de tiempo sino de su dolor, para hacer de nuestras vidas, quizá cortas, algo menos malo, rutinario, impávido, inhumano, egoísta, histérico, ansioso, menos cobarde, en fin, que cada uno escoja.

Menos sería más. Y menos depredador y menos avaro. Los resultados del informe que ayer traía en portada La Opinión lo ponen en evidencia. Según el último Observatorio de la Sostenibilidad, basado en datos de Corine Land Cover, un programa del Instituto Geográfico Nacional que es responsabilidad de la Agencia Europea del Medio Ambiente (que no lo firman cuatro hippies, vamos…), más del 80% del litoral malagueño está ya construido y la provincia es, junto a Castellón, la que más cambios ha sufrido en las últimas décadas. Recuerdo en los años 80 cuando poníamos como ejemplo el desarrollismo franquista y su destrucción urbanística del litoral para sumar elementos negativos a la gris dictadura pasada. La lengua de tierra que llega a la Farola, en el puerto malagueño, y sus estentóreos edificios, por ejemplo, nos parecía similar al horror actual de la manga del mar Menor, tan colmatada de apartamentos y hoteles que a vista de pájaro parece a punto de hundirse en esa delicada extensión del Mediterráneo despiadadamente contaminada por los vertidos de un turismo ilimitado.

Ladrillo que no cesa. Pues ahora nos recuerdan, una vez más, que, tan sólo en tregua por la crisis, el ladrillo costero es «el rayo que no cesa» (aunque poco entienda del amoroso verso de Miguel Hernández). El 47% de las construcciones en los dos primeros kilómetros del litoral español se levantó entre 1987 y 2011, al brutal ritmo de dos hectáreas al día. Mientras criticábamos lo que se había construido sin respetar el litoral durante los años 60 y 70 del franquismo, repellábamos los huecos que había dejado sin urbanizar la muerte del dictador y la resaca de algunos escándalos como el de la quiebra de la promotora Sofico, soñando con ser todos como Benidorm. Si no hubiéramos venido vacunados del franquismo, a qué enloquecida velocidad habríamos torreado la costa...

La gallina Turistina. Sé que el modelo económico español necesita la construcción como motor de desarrollo, pero esta depredación de un suelo tan sensible hace que resulte difícil encontrar un hueco por el que ver el mar cuando se conduce desde Manilva a Málaga por la carretera nacional 340, excepto en balates donde habría que construir los edificios sobre el agua (que todo se andará, o nadará, y a pesar de la amenaza probada del cambio climático). Esta implantación del cemento le está reventando el culo a la pobre gallina de los huevos de oro.

Gracias, Pablo. Pero puesto a ser políticamente incorrecto en el uso del lenguaje, me quedo con los huevos de Pablo Ráez, el joven malagueño que ha vuelto a su lucha contra la leucemia en el hospital Clínico, tras diez meses limpio gracias al trasplante de médula de su padre. Resulta admirable que con tan sólo 20 años Pablo demuestra una lucidez tan valiente. Pablo es el mejor reclamo para la donación de médula, y para los Juegos Mundiales de Trasplantados que se celebrarán en Málaga el año que viene. Gracias, Pablo, por hacernos partícipes de tu lucha a través de las redes. Gracias por ayudarnos a despertar. Siempre fuerte, campeón… Porque hoy es sábado.