Un corazón en una botella. El amor recortado con la forma en papel que talla el fuego en un poema. Anónimo y a la deriva en su vigila durante 1.191 días entre las sábanas del mar. Una botella sin marca, como las que las olas arrastran en San Juan después de que los besos naufraguen su alcohol, con una cinta blanca enlazándole en el cuello un cascabel al que el viento dejó de silbarle una canción. En la bocana del puerto de Málaga, acunada en remanso contra el casco de Salvamar Alnitak. Fue su tripulación la que la descorchó y, después de dar parte del hallazgo, brindó a favor de que el mensaje prosiguiese su viaje. Se ignora su destino, lo mismo que se ignora el remitente. Pero a veces el mar sabe de lo que los hombres no entienden. Tal vez la botella tenga grabada una ruta invisible en su casco o entre Éolo, las sirenas y Neptuno la custodien hasta la orilla en la que alguien espera que un trago le devuelva la vida. Después de todo, en el fondo de las botellas siempre hay un corazón. La diferencia reside en beber su poso con dolor y duelo o saboreando la promesa roja de su bouquet.

Gracias a uno de estos amores embotellados, Paulina y Ake Viking se casaron en Sicilia en el otoño de 1958. Dos años antes Ake, un aburrido joven marinero sueco en un barco en alta mar, había lanzado un recipiente de Arak Java Baru con un mensaje pidiendo a cualquier chica que la encontrara que le escribiera un mensaje de vuelta. El padre de Paulina, un pescador siciliano, continuó con lo que pensaba que era una broma y se la dio a su hija para que esta regresara la botella de ron con un mensaje de vuelta.

Hay veces en las que este naufragio de secreto y cristal es tan sólo un curioso experimento. Marianne y Host Winkler, un matrimonio alemán de vacaciones en las islas Frisias, encontraron en la playa un vidrio que contenía una nota en la que podía leerse Rompa la botella. Descubrieron que no se trataba de una epístola al pie de una duna con palmera. Tampoco era un poema ni un cuento de terror como el que publicó Poe en el Baltimore Saturday en 1833. Su contenido era una nota afirmando que había sido botada al mar 108 años antes desde un laboratorio inglés de Plymouth. La persona que la encontrase debía informar de su hallazgo y devolverla a la Asociación de Biología Marina de Reino Unido a la atención del doctor George Parker. Un científico que de sus 1.200 cabinas de fondo, como las denominaba en sus notas, lanzadas a las olas ente 1904 y 1906 recuperó cerca de un 55% por ciento, gracias a los pescadores de la zona. Gracias a ellas descubrió que las corrientes profundas del Mar del Norte fluían del este hacia el oeste.

Tampoco Harold Hackett anhelaba una respuesta a un desesperado sueño de amor ni quería enviar un mensaje al mundo, igual que Lucy Elliot en 1994 inspirando a The Police el famoso estribillo de Message in a Bottle. Crear una red social a través del mar fue lo que pensó este canadiense de Isla del Príncipe Eduardo, en el Océano Atlántico, que desde mayo de 1966 se dedica a introducir cartas en envases de plástico y viajarlas al horizonte. En sus mensajes, más de 5.000 hasta la fecha, nunca deja un teléfono móvil ni un correo electrónico. Sólo una dirección postal a la que han respondido más de 3.100 cartas, algunas de ellas 13 años después. De Alemania, de Francia, de Reino Unido y de Noruega, incluso de África, ha recibido respuestas con curiosos obsequios. Unos pequeños suecos holandeses de madera, treinta bellas fotografías de las aguas heladas de Breioamerkursandur en Islandia, dulces de Terranova o imágenes coloquiales de familias y de parejas con sus mascotas, a la puerta de su casa o en la cubierta de un barco, que es en lo que sueñan en convertirse todas las botellas navegantes. Cada mañana, este canadiense, con un ancla tatuada en el brazo, abre el buzón esperando encontrarse una misiva desde cualquier orilla del mundo.

Eso mismo seguramente soñó la pequeña Zoe Lemon a la que sus padres, durante un trayecto de vacaciones al norte de Inglaterra en 1990, animaron a enviar al mar una carta dentro de una botella. «Querido descubridor, tengo diez años, un pez y un hámster llamados Sparkle. Me gusta el piano y el ballet y cumplo años el 29 de febrero. Si lees esto, por favor, respóndeme». Veintitrés años después Jacqueline Lateur, encontró su botella de plástico mientras echaba un vistazo a los residuos que había depositado el mar en la playa de Oosterchelde.

El récord del mensaje más antiguo lo posee una botella, atribuida a Earl Willard, que fue encontrada tras 107 años. Su propietario ha impedido abrirla y que se conozca su contenido exacto. Sólo se abrirá después de su muerte. Un misterio que sigue navegando en la marea firme del tiempo. Algunas de estas historias, a pesar de reales, parecen surgidas de la literatura o del cine que también tiene como exponente la película de 1999 de Luis Mandoki en la que una periodista del Chicago Tribune descubre en una playa una botella con una desgarradora carta de amor: «Mi Querida Catherine, te extraño mi amor como siempre, pero hoy es particularmente difícil porque el océano ha estado cantando para mí la canción de nuestra vida juntos». Emocionada por el hallazgo decide proponerla como trabajo de investigación para el semanario. En su tarea de localizar al autor encuentra una segunda botella que contiene una carta de Catherine, despidiéndose de Garret Blake, su viudo en un pueblo costero en North Carolina que perdió a su esposa del mismo nombre y vive de sus recuerdos.

La historia más rocambolesca es la de Chunosuke Matsuyama, un marino japonés que naufragó en 1784. Poco antes de morir de hambre en un arrecife de coral del Pacífico escribió un breve relato de su tragedia en un pedazo de madera, lo selló en una botella, y la arrojó a favor de la marea. Durante 151 años estuvo a la deriva hasta que 1935 arribó a la costa del pueblo donde había nacido Matsuyama.

Se creé que el viaje más largo fue hecho por una botella, con el nombre del conocido barco operístico de El Holandés Errante. La botó en el sur del Océano Índico una expedición de científicos alemanes en 1929. En su interior había un mensaje que se podía leer sin romper la botella, pidiéndole al que la encontrara que lo notificase y la devolviese al mar. Arribó a las costas de América del Sur donde se informó del hallazgo y fue arrojada de nuevo a su destino azul. Posteriormente viajó hacia el Atlántico, luego fue a parar al Océano Índico, pasando por más o menos el lugar donde se había lanzado, y volvió a aparecer en la Costa de Australia en 1935.

Es curioso que sigan apareciendo cartas de amor embotellado en una época en la que casi todo se programa, se data y se envasa. Incluso las parejas, como las que el fotógrafo japonés, Photographer Hal, sitúa en lugares y posturas elegidas por ellos mismos e introducidas en bolsas de plástico a las que extrae el aire 10 segundos para inmortalizar su amor al vacío. Ignoro si la empresa de preservativos Condomania, patrocinadora del proyecto Flesh Love Returns, decidirá un día publicarlas en el mar y a la deriva. Me pregunto también qué inspira a la gente a llevar a cabo estas aventuras en una sociedad virtual donde se ha perdido el azar.

La respuesta puede ser porque, como dice mi hija Paula, en el fondo a ti te gustaría encontrar una botella con un mensaje. Lleva razón Marsé: la realidad sólo existe si la soñamos.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es