Primero fue la de Grecia, vino después la de los refugiados, a la que su sumó últimamente el brexit: la primera vez que un país decide dar semejante paso. Parece que en la UE se va de crisis en crisis sin que ninguna llegue realmente a resolverse.

Y con cada una de ellas, sobre todo después de la decisión británica de abandonar el club europeo -¿la llevará finalmente a cabo o se sacará de la manga Londres alguna nueva artimaña?- crece la influencia de la Alemania de Angela Merkel.

Cuentan los corresponsales en Bruselas que mientras a la canciller se le acumulan las citas políticas, las agendas del presidente de la Comisión, el luxemburgués, Jean-Claude Juncker, y del presidente del Consejo, el polaco Donald Tusk, están casi vacías este verano.

La próxima cita informal de jefes de Estado y de Gobierno convocada por Tusk, ya sin el Reino Unido, está fijada para el 16 de septiembre en la capital eslovaca, y todo el mundo, pero sobre todo Berlín, quiere que esté bien preparada.

En Bruselas no se sabe realmente cómo interpretar la fiebre diplomática que le ha entrado a la canciller: se vio con el presidente francés, primero, luego con el mismo Hollande y con el primer ministro italiano, Matteo Renzi, que necesita el apoyo alemán a sus problemas con el pacto de estabilidad de cara al referéndum que ha convocado para reformar el Senado y en el que se juega su futuro político.

Vino más tarde la cita con los jefes de Gobierno del llamado grupo de Visegrado -Hungría, Polonia, la República Checa y Eslovaquia-, en Varsovia, donde la canciller tuvo que escuchar fuertes críticas a su voluntarista política de refugiados, que cumple ahora un año.

Las más virulentas salieron de la boca del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, que relacionó el brexit con el problema de los refugiados: la UE no está en crisis por culpa de la decisión británica de darle la espalda sino que ésa se debió antes bien a que la UE no termina nunca de resolver sus problemas.

Ni se han sacado las consecuencias que había que sacar de la crisis financiera sino que todo sigue como antes ni se ha dado una respuesta a la crisis migratoria, se quejó el ultranacionalista político húngaro, cuya antipatía hacia la canciller es manifiesta y correspondida.

En el club de Visegrado, Merkel pisaba territorio hostil, pues ninguno de los países que lo integran acepta el reparto europeo de los refugiados por cuotas propuesto por ella y que tantos problemas le está causando tanto dentro como fuera de Alemania.

Entre su cita con Hollande y Renzi y la que celebró con los países de la Europa central, que se niegan a ser considerados el patio trasero de Alemania, la canciller mantuvo otra reunión con el primer ministro estonio, Taavi Röivas, joven político que parece haberla fascinado con la agenda digital de su Gobierno, en la que Merkel parece ver un camino que deberían seguir también los pedigüeños del Sur de Europa.

Para completar su ajetreada semana, la canciller viajó a Praga para entrevistarse con el primer ministro checo, el socialdemócrata Bohuslav Sobotka, con el que parece entenderse bien mejor que con el húngaro, pero que no evitó recordarle el problema que presentan, según él, los refugiados procedentes de regiones y culturas penetradas por el terrorismo islámico.

Algo que, dicho sea de paso, la canciller puede escuchar también sin salir de casa: ahí está el nuevo partido Alternativa para Alemania para recordárselo. Y también muchos de sus propios correligionarios, sobre todo los bávaros, que no quieren creerse aquello de «Wir schaffen das» («Podemos hacerlo»).

Y a todo esto, ¿dónde está España?, se preguntarán algunos. Atrapada en su propio laberinto, y sin que parezca contar gran cosa en la nueva Europa alemana que se dibuja.

¿Y la Comisión? A su vez cada vez más desdibujada y preocupada, según parece, de evitar que crezcan las fuerzas centrífugas que, por la miopía de unos y la insolidaridad de otros, amenazan el proyecto común europeo.