El acuerdo del PP y Ciudadanos tiene el mérito de todo esfuerzo inútil. Es un ejercicio ejemplar de perseverancia para nada, lo que habla mucho en favor de la disciplinada voluntad de los negociadores y de su capacidad de abstracción de la realidad. Para los populares quizá sirva como gimnasia previa para desentumecer de la rigidez marmórea que dejan cuatro años de mayoría absoluta. Con o sin Gobierno necesitarán ganar flexibilidad para buscar socios que compensen su pérdida de la autosuficiencia parlamentaria.

Servir de entrenamiento hace que la negociación resulte más saludable para el PP que para Ciudadanos, cuyos votantes, como quedó patente en junio pasado, no entienden la deriva concesiva a la que tiende el partido de Rivera, ese venir «ya cedidos de casa» que, según uno de sus portavoces, define su disposición frente a quienes se sientan al otro lado de la mesa. Esa faceta de interlocutor en continua mutación hace que a la formación naranja las renuncias nunca le resulten dolorosas en exceso.

El acuerdo rubricado ayer tiene una doble condición de inútil: además de no facilitar que Rajoy se convierta en presidente esta semana es un señuelo fallido para atraer, llegado el momento, al PSOE. Una vez que, contra todo pronóstico y curtidos en la presión, los socialistas consumen el viernes su segundo rechazo al candidato del PP quedarán en una posición de fuerza para negociar su abstención futura. Y las condiciones entonces serán más duras que este ramillete de propósitos, muchos de ellos concesiones hechas por el negociador de mayor envergadura con el convencimiento de que nunca se van a materializar.