En el Cantábrico los grandes días del verano nunca son transparentes: una tenue bruma los cela algo, dejando constancia de que la nubosidad se ha diluido, pero sin irse. Desde la Punta del Cuerno, junto a la ermita de la Regalina, a mucha altura sobre el agua, ésta se muestra casi en paz, mostrando los dibujos de su piel y las tonalidades del fondo, sin golpear por un día contra los acantilados que se extienden muchos kilómetros al Este y al Oeste. A bastante distancia, en medio de la mar, gira sobre si misma una nubecilla de gaviotas. El espectador enfoca los prismáticos y descubre la razón del bullicio de aves a ras del agua, al ver voltear el lomo oscuro de algunos delfines calderones, cuya piel brilla y refleja el sol del atardecer. Sin duda unas y otros están laborando en lo suyo, la supervivencia, pero no resulta fácil imaginar que aquello, y en un día semejante, sea un trabajo.