La vida es ondulante, gustaba de recordar Josep Pla, citando al francés Michel de Montaigne: una vida que serpentea, que cambia, que fluctúa empujada por el azar, los intereses o la realidad. Hay un punto de escepticismo en estas palabras, que pueden conducir tanto al desengaño como a la prevención. Montaigne pertenecería al segundo grupo. Así, en su ensayo sobre la amistad distingue entre la rara figura del «amigo verdadero» y la más usual del «amigo común». «Con estas amistades -escribe el autor de Burdeos, refiriéndose a las comunes- conviene ir con prudencia y precaución: «Ámalo» -decía Quilón- «como si algún día hubieras de odiarlo; ódialo como si algún día hubieras de amarlo». Este precepto, que resulta tan abominable en la amistad suprema y capital, resulta sano para la práctica de amistades ordinarias y comunes. Con respecto a éstas debe aplicarse una sentencia que le era muy familiar a Aristóteles: «¡Oh, amigos míos, no existe amigo alguno!»».

Fue Lord Palmerston quien formuló otra conocida sentencia («Inglaterra no tiene amigos ni enemigos eternos, sólo intereses») que resume a la perfección el humor variable de la política. Amar como si algún día hubieras de odiar y viceversa vendría a ser la mentira piadosa de la amistad o, lo que es lo mismo, la mentira indispensable para que los intereses comunes entre los adversarios políticos puedan prevalecer. Es, desde luego, lo que se deriva de esa especie de triángulo insoluble que conforman Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera. ¿El «no es que no» obedece a un odio eterno entre las dos Españas o a la teatralidad necesaria previa a un pacto? ¿Qué teoría de juegos emplea en estos momentos el jefe de la oposición? ¿Y qué posibilidades reales hay de convertir el enfrentamiento histórico entre los dos partidos mayoritarios en un acuerdo más fructífero y razonable?

La distinción entre amistades verdaderas y comunes debería servir para allanar un pacto de gobierno que respondiera también al hartazgo social hacia el inmovilismo político. ¿Por qué negarse a negociar si de de este modo se pueden obtener mejoras concretas y la alternativa, en última instancia, pasa por volver a las urnas? ¿Qué mensaje se manda a la ciudadanía si sólo se concibe el debate parlamentario en clave de verdades absolutas e indiscutibles? ¿Por qué no utiliza el PSOE su condición de partido necesario para impulsar un acuerdo complementario al que han firmado PP y C´s? ¿No saldríamos todos ganando, principalmente si pensamos que uno de los ejes fundamentales de la democracia consiste en la cooperación entre los diferentes?

El concepto de pecado original funciona muy bien para movilizar el voto de los doctrinarios, pero no permite articular ningún tipo de política razonable. Al reducir la paleta de colores se desprecia el valor de los matices, que constituyen un registro especialmente valioso en tiempo de pactos. Nadie les pide a los partidos un matrimonio de por vida, sino un acto de responsabilidad puntual a cambio de medidas concretas e imprescindibles para el país. Si España precisa una segunda transición, como observan algunos comentaristas, este proceso sólo sería posible entre amigos comunes -por decirlo alla Montaigne- y no por el desborde de una de las partes ni por la obstinada cerrazón de las diferentes facciones enfrentadas. En la vida ondulante se encierra el ADN mínimo del parlamentarismo: ni la amistad ni la enemistad constituyen realidades definitivas. A veces, el trazo de la democracia se escribe sobre aguas estancadas, para darle precisamente movimiento. Y evitar males mayores.