Eso del bipartidismo español no deja de resultar una simplificación interesada de los llamados partidos emergentes. En las Cortes Generales siempre ha habido una amplia variedad de fuerzas partidarias, si bien es verdad que sólo dos han podido configurar en cada legislatura la orientación política dominante y el grueso del binomio mayoría-oposición. El bipartidismo no es, en todo caso, una criatura de la Constitución, sino meramente del electorado. Así lo prueba, en primer lugar, el que haya una fórmula electoral distinta para cada Cámara (de escrutinio proporcional en el acceso al Congreso y de escrutinio mayoritario, aunque con voto limitado, en el acceso al Senado) y sin embargo niveles de concentración de escaños diferentes pero similares; y, en segundo lugar, el que los comicios al Congreso de diciembre de 2015 y de junio de este año potenciaron la fragmentación de la Cámara, con la consiguiente dificultad de articular un bloque de gobierno, mientras que los de noviembre de 2011 otorgaron al PP la mayoría absoluta. En suma, la Ley Fundamental no predetermina un sistema de partidos hegemónicos.

Sí que ha de tenerse por cierto, en cambio, que el texto constitucional evidencia una fuerte preocupación (incluso hasta el extremo) acerca de la viabilidad inicial y la estabilidad futura del Gobierno. Así lo revelan estas dos disposiciones: 1ª) el candidato a la presidencia del Gobierno puede obtener, en la segunda votación de investidura, la confianza del Congreso por mayoría simple (art. 99.3), de modo que caben Gobiernos minoritarios si en ese trámite se producen abstenciones; 2ª) únicamente deviene factible derribar al Gobierno mediante la adopción por mayoría absoluta de una moción de censura «constructiva», o sea, aquella que, junto con la reprobación del Ejecutivo objeto de reproche político, incluya un candidato alternativo a la jefatura de un nuevo Gabinete (art. 113.1 y 2). Naturalmente, con estas condiciones nunca ha prosperado una moción de censura, y jamás lo hará, al resultar inimaginable que al menos 176 diputados de grupos parlamentarios distintos se pongan de acuerdo no ya únicamente en hacer caer al Gobierno, sino también en designar a su sucesor. Aparte de esto, el Presidente del Gobierno dispone constitucionalmente (art. 115.1) del arma de la disolución de las Cortes, sometiendo así al veredicto de las urnas el conflicto con un Congreso sobrevenidamente hostil.

Entre 1978 y 2015, el Gobierno gozó del apoyo de la mayoría absoluta del Congreso durante 19 años (1982-1993, 2000-2004 y 2011-2015). En las demás legislaturas, no todas las cuales llegaron a su término natural de cuatro años, el Gobierno hubo de negociar con otros grupos de la Cámara el apoyo a las leyes más importantes, sobre todo las de Presupuestos, instrumento esencial de la política económica del Gabinete. Ahora bien, aun en semejantes circunstancias el Gobierno gobierna. Si algo han demostrado estas casi cuatro décadas de régimen constitucional en España -en términos generales exitosas-, es la fortaleza del Gobierno en cualquier escenario, excepto si existe división en el partido que lo sustenta, como ocurrió durante el periodo de UCD.

En este momento de nuestra vida institucional, cuando estamos a punto de encaminarnos a unas terceras elecciones generales seguidas, nos hallamos en una coyuntura muy especial. El cuarteamiento, tal vez transitorio, del bipartidismo no es sólo que haga más difícil formar Gobierno, sino que, mucho peor aún, parece imposibilitar la formación de un Ejecutivo estable para toda una legislatura. No se trata únicamente, en efecto, de conformarse con el apoyo prestado, tras ímprobos esfuerzos negociadores, a un candidato que aspira a la investidura. Ese apoyo, si carece de continuidad, implica únicamente una prórroga del interregno entre una elección y otra, ya que, si el Presidente del Gobierno se ve incapaz de sacar adelante su programa legislativo, habrá de disolver las Cortes más pronto que tarde. Y a mayor frecuencia de convocatorias electorales, mayor desgaste de las fuerzas políticas que bloquean una acción gubernamental eficaz. Los electores acabarán por penalizar la inestabilidad dejando de votar a los partidos responsables de ella. Esos mismos electores volverán a reeditar, por tanto, no el bipartidismo (que más bien podría quedar irremediablemente cojo), sino la mayoría absoluta.

Es importante tener presente, en suma, que la mera formación de un Gobierno no resuelve nada. Hay que insistir mucho en este aspecto, porque tanto en la brevísima legislatura anterior como en las pocas semanas de ésta se ha puesto el foco casi exclusivamente en el procedimiento de investidura. Incluso si se produjera una agónica abstención del PSOE que posibilitara finalmente, a modo de segundo acto de la comedia vodevilesca del poder, la continuidad de Rajoy al frente del Ejecutivo, no se trataría de un happy end. Todo Gobierno precisa, para ejercer cabalmente la función de dirección política que la Constitución le confiere, continuidad y estabilidad. Permitir los socialistas la investidura sin formar parte de un Gobierno de coalición o sin avenirse a ningún pacto de legislatura para los próximos cuatro años, dejando así al Ejecutivo minoritario del PP en plena orfandad parlamentaria, sería contrario a los intereses generales del país. La no abstención del PSOE en la investidura me parece un error que espero que le depare una respuesta electoral basada en la dignidad nacional, si tal cosa existe. Pero más grave todavía sería abstenerse en la investidura y boicotear los Presupuestos y toda otra acción legislativa posterior de esa importancia.

Los tiempos de la estabilidad de los Gobiernos concluyeron en 2015. No podemos saber aún si esa desaparición es definitiva. La primera respuesta a tal interrogante quizá se produzca en Navidad.