Otro viernes con vosotros, amables lectores. Así es la vida:, pasa en un suspiro. Te entretienes volviendo la cabeza para ver el nuevo «vestidito de nada» de tu bella vecina, miras el almanaque que cuelga de tu cocina y ¡horror!: dentro de cinco días cumples un año más. Y no es que a nosotras nos importe este detalle, lo que nos ocurre es que, además, tenemos unos nietecillos, con muy buena memoria, que jamás olvidan tu cumpleaños. ¡Pobrecitos! Aunque de vez en cuando tengamos que reponer un jarrón que otro, son tan guapos, tan listos y tan simpáticos, que por muchos cristales rotos que dejen a su paso, pensamos, «el que esté libre de culpas, que tire la primera piedra» ocurrió hace muchos, y no estamos demasiado de acuerdo con la «bobería».

Sería muy interesante releer aquellos cuentos infantiles de nuestra infancia ¿Quién recuerda el nombre que, alguna vez, debió imponer el Sr. cura a Caperucita? Nadie. Muchas veces, en mi infancia, pensé que a esta criaturita la trajo su madre al mundo con su capa roja y su cestita. Yo la veía junto al «hermano lobo». Y éste estaba a medio segundo de darle un «bocadito» en la pantorrilla. Aunque, hay quien cree que el malo del cuento pudo no haber sido «ese lobito tan encantador», porque, al fin y al cabo, lo que intentaba era regular la superpoblación de niñas sabihondas y redichas, por el bien del resto de la humanidad.

¿Alguien me sigue? Con ocho años ya lo dedujo mi hermano José Luis, el ojito derecho de nuestra madre. Nunca tuve celos de él, muy al contrario, lo admiraba por guapo y por ser el terror de los chacales, los espantaba con su onda. Algo de bueno tuvo el que pasáramos nuestra niñez entre el pedregal y los sirocos de aquel lejano y siempre recordado territorio de Sidi Ifni. Hasta más ver, pacientes lectores.

*María Rosa Navarro es licenciada en Historia Medieval y arqueóloga