¿Qué pensarán de nuestra época en el futuro, si es que hay vida dentro de doscientos o trescientos años? ¿Pensarán esos habitantes del futuro que nosotros vivíamos en un momento histórico feliz? O por el contrario, ¿pensarán que nuestra época fue desdichada o incluso siniestra? ¿Nos envidiarán? ¿O más bien nos tendrán lástima? ¿Se burlarán de nosotros por considerarnos ingenuos y crédulos y tontorrones? ¿O nos verán como los creadores de una civilización, la suya, que aún perdura trescientos años más tarde y sigue funcionando razonablemente bien? ¿Leerá alguien alguna de las novelas que se escriben ahora, igual que hay gente, bendita sea, que todavía lee a Montaigne o a Cervantes? ¿O ya no se leerá literatura porque nadie entenderá lo que se cuenta en una novela? Y yendo más allá, ¿tendrá alguien algún interés en la ficción? ¿O existirá el concepto mismo de ficción, tan difuso ya en nuestra época de selfies y youtubers? ¿Y existirá la idea de verdad por contraposición a la de mentira?

Son preguntas que me hago cada cierto tiempo, hoy, por ejemplo, en el autobús, al encontrarme con los compañeros de línea que no veía desde antes de las vacaciones. A algunos de esos pasajeros casi los conozco solo por coincidir en el mismo trayecto: una chica con un tatuaje en la pierna, un vendedor de lotería, una mujer de la limpieza, un jubilado que mira abstraído por la ventanilla mientras escucha música. En el futuro quizá existirá un vocablo que defina a la gente que viaja en la misma línea de un mismo transporte -sea el que sea ese hipotético transporte-, pero nosotros todavía no lo tenemos. El caso es que pienso en toda esa gente del autobús que lleva una vida anónima -muchos, imagino, ni siquiera tienen una página en Facebook-, y me acuerdo de lo que escribió Unamuno sobre «la vida silenciosa de millones de hombres sin historia». Unamuno -un escritor, me temo, que nadie lee, aunque es mucho más interesante que Slavoj Zizek y tantos otros pensadores actuales- sostenía que la vida de esos personajes desconocidos -la «intrahistoria», como él la llamaba- era mucho más importante que los hechos históricos que llenaban titulares informativos y libros de historia. La historia de verdad, para Unamuno, no era la de los manuales universitarios, sino la historia no contada de esa gente que apenas había dejado rastro de su paso por la tierra. Y un país era esa gente anónima, no sus figurones, no sus reyes y cortesanos, no sus políticos ni sus grandes personajes. No, lo importante era esa gente que no inspiraba el interés de nadie. La intrahistoria. Lo callado, lo silencioso, lo que no llamaba la atención.

¿Le preocupa a la gente del autobús el bloqueo político? ¿Están inquietos por la más que posible convocatoria de unas terceras elecciones? ¿Les quita el sueño la situación política? ¿Rajoy, Sánchez, Rivera, Iglesias? La verdad, no parece que estas cosas les preocupen demasiado. Supongo que los intereses de estos pasajeros de autobús son muy distintos y se centran en otras cosas: esa persona a quien tienen que cuidar, por lo general una persona mayor (en casi todas las familias hay una persona mayor, o varias, que cuidar, con la ingente cantidad de energía y dedicación que eso exige). O bien la preocupación por alguien que está enfermo, o por un trabajo que no aparece, o por los problemas para llegar a fin de mes, o quizá por una historia de amor que empieza (o que termina, quién sabe). Esa es la intrahistoria de estos personajes, y para ellos es la única que cuenta, la única importante. Lo demás -la historia, las grandes noticias, los grandes nombres públicos- preocupa a los informadores y a los comentaristas -yo mismo-, y a algunos curiosos, pero en general no interesa demasiado a nadie más.

Y ellos, esos pasajeros anónimos del autobús, ¿qué opinan de la época que les ha tocado vivir? ¿Se consideran afortunados? ¿O todo lo contrario: se consideran desdichados por vivir en una época de caos y confusión? ¿Se sienten seguros? ¿Están satisfechos? ¿Esperaban mucho más de la vida? ¿O se resignan a la que tienen? ¿Querrían cambiarla por otra completamente diferente? Y si fuera así, ¿qué estarían dispuestos a hacer para conseguirla? ¿O se conforman con la que tienen?

Son preguntas que no tienen respuesta, ya lo sé, pero uno sigue haciéndoselas cuando se baja del autobús y se reincorpora a la rutina diaria, bajo el calor agobiante de este verano que, una vez más, ha batido todos los récords de temperaturas insoportables.