Siempre me ha preocupado crear en el aula un clima en el que fuera fácil formular preguntas. Un clima basado en la confianza, la curiosidad, el interés y la solidaridad… Un clima en el que quien formula preguntas una y otra vez no sea visto ni por el profesor ni por los compañeros como un impertinente.

Hay muchas formas de matar las preguntas: nerviosismo del profesor que considera que las preguntas ralentizan el proceso de enseñanza e impiden el desarrollo del temario, ridiculización de quien hace preguntas simplistas, contestaciones lacónicas, insuficientes o malhumoradas del docente…

El nerviosismo del profesor puede proceder también de su temor a que se le hagan preguntas difíciles o capciosas. Preguntas que no sabría responder… Para mantener la tranquilidad, mejor que quemarse las pestañas estudiando angustiosamente, es reconocer de antemano que no se sabe todo y remitir la respuesta a una exploración colectiva.

- No lo sé. Mañana vamos a traer todos una respuesta a esta interesante cuestión.

Cada alumno es diferente a los demás.

Hay que animar a quien no se atreve, al que teme no saber lo suficiente, al que alguna vez fue humillado por preguntar y ha decidido no volver a hacerlo. Existe el peligro de pensar que todos son como nosotros. Al locuaz le cuesta creer que haya alguien que no se atreve a preguntar y el retraído tiende a pensar que es muy difícil tomar la iniciativa para hacer alguna pregunta. Algunos no son capaces de formular una pregunta ante un grupo numeroso de compañeros. En esos casos puede invitarse a que se formulen por escrito o a que pregunten al compañero que tienen al lado. Sería deseable tener la capacidad de meternos en la piel de los demás. Alguna vez he preguntado por las causas del silencio cuando no se ha entendido algo. Un alumno me respondió en cierta ocasión, cuando le pregunté por qué no había pedido una explicación si no había entendido lo explicado:

- No pregunté, dijo, porque pensé que ya lo estudiaría yo solo cuando llegase a casa.

Hay preguntas y preguntas. Algunas se formulan sin pensar, de forma escasamente reflexiva. Otras tienen profundidad y resultan estimulantes. Son éstas ultimas las que merecen el aplauso y la felicitación.

Hablo de situaciones normales. Ya sé que puede haber trampas y problemas. Recuerdo una clase en la que los alumnos se habían confabulado para hacer cadenas de preguntas que impidieran avanzar en el programa con un nuevo tema…

Si un profesor tiene interés en saber lo que pasa con las preguntas en su aula no debe responderse con intuiciones, suposiciones, adivinaciones o deseos, debe explorar con rigor. Para ello tiene que liberar la voz de sus estudiantes. Preguntando de forma anónima, por ejemplo. O preguntando a través de terceros. Se puede favorecer la formulación de preguntas si se felicita a quien las hace.

Hay que invitar a formular preguntas en el momento oportuno. Cuando suena el timbre para salir al recreo no es el momento de decir:

- ¿Alguna pregunta…?

Si alguien la formula es fácil que todos le miren de forma asesina. No es el momento. Mejor sería hacer esa invitación cuando hay tiempo para contestar.

Observando en cierta ocasión un aula, vimos que el docente decía de forma reiterada, casi como un latiguillo:

- ¿Está todo claro?

Preguntamos al profesor qué es lo que quería decir con esa frase y nos respondió que pretendía comprobar si habían entendido lo que había explicado. Al preguntarle si levantaban la mano dijo que no y al pedirle explicación sobre por qué creía que no lo hacían nos dijo que era porque lo entendían. Sin embargo los alumnos dijeron: Lo que dice de verdad no es si está todo claro sino que nos trae cuenta que todo esté claro. Porque, de lo contrario, se molestaba, o decía que el temario era largo o que lo que no se entendiera lo explicaría fuera de clase… Su forma de proceder había aplastado las preguntas. No eran bienvenidas, no eran celebradas, no eran deseadas…

Voy a contar una experiencia que alguna vez realicé en las clases y que acabo de repetir en un Taller realizado en la Universidad de Costa Rica. La he incluido en mi libro Ideas en acción (Homo Sapiens. Rosario). Está llena de sugerencias didácticas. Planteo a continuación cómo se lleva a cabo y luego las contundentes conclusiones que se derivan de ella.

Pido un voluntario o voluntaria que actúa de profesor o profesora del grupo.

En una primera parte le va pidiendo a los asistentes que dibujen en un folio una secuencia de cinco cuadrados que él tiene en sus manos. Da las instrucciones de espaldas al grupo, sin repetir nada de lo que dice y sin aceptar pregunta alguna de los asistentes.

Es llamativo constatar que nadie hace los cinco cuadrados bien orientados. El fracaso es total y el tiempo que tarda en dictar el ejercicio es muy breve.

En una segunda experiencia, ese docente improvisado expone la forma de reproducir otra serie de cinco cuadrados. Mira al grupo, repite cuando es necesario e insta a que realicen preguntas cuando no entiendan. La dificultad es la misma que en la primera parte. Todos o la mayoría hacen bien la tarea. Eso sí, se tarda mucho más tiempo en realizarla.

La diferencia entre la primera y la segunda forma de hacer la tarea radica en la retroalimentación. En la primera nadie puede preguntar. En la segunda se invita a que lo hagan libremente.

La comprensión de los mensajes es mayor cuando se puede hacer preguntas. Es curioso observar la diferencia de resultados, que pasa del 0% de éxito al 100%. En el primer caso se podría haber concluido que el grupo era malo por su incapacidad o falta de atención.

Para que haya preguntas es necesario un tiempo que a veces no se tiene y que, cuando se tiene, no se quiere dedicar a plantear la actividad de ese modo. Pero, ¿qué sentido tiene seguir haciendo cuadrados si se han perdido en el primero? ¿Qué sentido tiene seguir desarrollando el curriculum si están perdidos desde el comienzo?

Quien también aprende es el profesor que, a través de las preguntas, descubre las dificultades de comprensión que existen, constata errores y encuentra sugerencias didácticas.

- ¿Todos los cuadrados son iguales?

- ¿Hacia abajo o hacia arriba?

- ¿Hacia la izquierda o hacia la derecha?

- ¿Se trata de un ángulo de un vértice?

- ¿Ha dicho en la mitad del lado o en el extremo del lado?

- ¿Todos los cuadrados son tangentes?

- ¿Ha dicho el tercer o el cuarto cuadrado?

- ¿Dónde tenemos que empezar, a la izquierda o a la derecha de nuestra hoja?

- ¿Cómo si fuera una escalera?

Las preguntas ayudan a quien actúa de profesor porque le dan pistas para alcanzar la comprensión. Si comete un error y nadie puede preguntar, el error se instalará en todas las reproducciones.

En el segundo caso se produce un aprendizaje de carácter solidario. Quien lo ha entendido desde el primer momento espera a quien no lo ha hecho.

En la primera versión cada uno está a lo suyo, pendiente de su tarea, de su comprensión, de su éxito.

La retroalimentación engendra seguridad y confianza. Su ausencia propicia agresividad hacia la tarea y hacia quien la dirige. Y es lógico. Cuando no se pueden hacer preguntas, las personas achacan su fracaso a quien impide hacerlas. Ojalá que haya en las aulas un clima en el que las preguntas florezcan de forma fácil y espontánea.