Uno, de repente, no está. Puede que vaya caminando por una calle conocida (tiendas conocidas, personas conocidas, bifurcaciones conocidas, aromas conocidos) y entonces, sin saber muy bien la razón de ello, se sienta desorientado, descolocado, casi catapultado a otra dimensión. Uno está donde está y, a la vez, no está ahí: uno se ha ausentado de esa calle o de donde sea, milésimas de segundo o minutos enteros, mientras a su alrededor todo sigue como siempre. Hay ausencias parecidas que les sirve a los médicos para nombrar un tipo de epilepsia, esa pequeña muerte que se diría producida por una descarga eléctrica. Pero esta es otra clase de ausencia: no la que se debe a conexiones o desconexiones neuronales (físicas, por tanto) o, en otro orden de cosas, a conexiones o desconexiones topológicas (el cambio de lugar del que se ha ido de viaje o ha fallecido o se ha mudado a otra ciudad), sino a conexiones o desconexiones vitales (relativas, en consecuencia, al alma de cada cual).

El estado de ausencia es muy liberador. Al sacarle a uno de sus casillas (sus monotonías, sus hábitos, sus pensamientos, sus prejuicios, su percepción corporal, sus amistades, sus preferencias) le da la oportunidad de asumir y probarse, aunque sea de manera pasajera, otros parámetros, otra sensibilidad, otras ideas, otros territorios conceptuales. Como todo eso sucede, además, a nivel inconsciente (son restos insignificantes lo que se quedan adheridos a la conciencia, y más como excrecencia involuntaria que como pistas para conocerse uno mejor) lo que se aprende no pasa filtros o tribunales, no es sometido a examen, con lo cual puede iluminar y enriquecer a la persona en cuestión sin que termine de darse cuenta, beneficiándola de contrabando. Por eso la ausencia libera, en efecto, y por eso, sobre todo, ausentarse es un acto creativo: estar sin estar o no estar estando es el estado al que tienen obligatoriamente que acceder poetas, músicos, artistas, filósofos o científicos para descubrir algo, ya sea una metáfora, un acorde, una forma, un silogismo o una ley.

Tenemos que ausentarnos más. Tenemos que fugarnos más de lo que somos (la cárcel de lo que somos construida a medias por la sociedad y a medias por nuestros miedos, nuestras irrelevancias, nuestras tristezas o nuestras inercias) y de nuestro entorno. Tenemos que provocar fugas y cortocircuitos y desarreglos, es decir, agujeros o pozos en los que dejarse caer y quedar, gracias a ellos, fuera de la vista de los demás y de uno mismo. Ausentarse como terapia contra el insostenible peso de ser presencia, una presencia, inamovible y para siempre. Y ausentarse para descansar del mundo tal y como el mundo ha decidido que seamos, esas circunstancias que nos condicionan con tanta perfección y contumacia que acaban negándonos.

Lo mejor le ocurre a uno cuando se ausenta. Es el ausente el que sabe de verdad de qué va esto de vivir. Luego, como ya se adelantaba en otro párrafo, es posible que no se recuerde nada, que no se recuerde de qué va esto de vivir, pero se vivirá más ingrávido y feliz sin darse cuenta, más disponible para lo mejor, más atento a lo esencial, con más capacidad para compartir las luces y las sombras de la existencia sin permitir que las segundas, como suele ocurrir, tiñan de desesperanza a las primeras. La ausencia debería ser una categoría metafísica: el dios ausente, el yo ausente, el universo ausente, la palabra ausente, el otro ausente. Y fundar, a partir de ella, otro modo de organizarnos los seres humanos.