Miren estas fotografías y traten de adivinar. Están hechas con la cámara del bañista y datan de 1933. Sólo se fotografía en la playa quien ama el mar. Luis Cernuda amaba el mar de Málaga, como García Lorca. Si se fijan en el fondo, apenas hay dudas de que esa mancha oscura son los árboles -¿eucaliptos, palmeras?- del Balneario del Carmen, y el camino que sube no es otro que el de la Desviación, en El Morlaco. Como muestran esta y otras fotografías de la época y saben los más mayores, había playas en El Morlaco, El Limonar y La Caleta mucho antes de que en los noventa las reinventaran los socialistas.

Entre Pedregalejo y la Farola sigue existiendo todavía una cala que recuerda a esta playa de la fotografía hecha en la Ciudad del Paraíso. Es muy posible, además, que coincida casi exactamente con el mismo lugar en que ese día de 1933 se bañaba Cernuda y alguien, quizá Gerardo Carmona, le estaba haciendo la foto. En ella queda arena negra natural del mar de Málaga, no suele haber demasiada gente, hay un grupo de ermitaños adoradores del Mediterráneo y de sus efectos curativos de los dolores del cuerpo y del alma, que acuden tempraneros y la abandonan quedamente cuando el sol comienza a apretar. Vienen también al caer la tarde pescadores solitarios y pacientes para lograr alguna lubina escapada de las piscifactorías de la bahía.

Una tarde de verano, en ese mismo lugar de la fotografía o uno muy cercano, había, como es también bastante habitual, una chica y dos jóvenes con bicicletas que habían encontrado el camino -como en Los pasos perdidos de Carpentier- a esta «cala del paraíso». La chica, mientras ellos hablaban y se movían inquietos, miraba al mar y guardaba un silencio extraño. Llegaba el tsunami de las 8 (esas olas grandes que anuncian los buenos bañistas minutos antes al retirarse con sus toallas prudentemente de la orilla y que nos dicen que los viajeros del barco de Melilla están llegando al puerto de Málaga). De pronto, al sonido de las olas se unió el de un aria de ópera, una voz femenina espléndida. Mientras cantaba, la chica, morena, vestido blanco y descalza, estaba sola y de pie sobre una de las rocas de la escollera. No había luna llena, pero daba igual, estaba cantando Casta Diva de Norma. En las caras de sus amigos, una mezcla de admiración, de vergüenza, de confusión, como si dudasen de la cordura de su compañera o como si quisieran decir ya está ella con sus cosas (recuerdo haber pensado entonces que algo así hubiese reconciliado con la playa y el calor malagueños al alcalde Aparicio).

Haber presenciado este raro episodio permite entender mejor lo que nos pasa. Entre tanto desastre hay un instante que nos devuelve a los de Lorca, al de Cernuda en 1933: una pequeña playa y una voz que hacen que Málaga, pese a todo de lo que nos quejamos, siga mereciendo la pena. Ojalá que este espacio, buscado por la Generación del 27, no sea maltratado nunca por nadie.

*Fernanco Arcas Cubero es profesor Titular de Historia Contemporánea de la UMA