Para insultar a Amancio Ortega en las redes sociales sin caer en el ridículo, primero debe asegurarse bien de cumplir cuatro requisitos, a saber: Que en su armario no encontremos ni una sola prenda de ropa de las marcas que conforman Inditex o de ninguna otra multinacional textil, ser un empresario de éxito que conozca y domine los secretos y las normas no escritas del mundo financiero, no tener un amigo o familiar que esté pagando su hipoteca por ser uno de los 150.000 empleados del grupo, y cuarto, procurar que el teléfono móvil o el ordenador desde el cual escribe no contenga ni un miligramo de coltán, el nuevo diamante de sangre, el mineral milagroso extraído con mayor o menor pudor de las entrañas del África más corrupta.

Si usted pasa la criba le acepto la crítica, pero si no, dirija su odio hacia gente más merecedora del mismo, que en España los tenemos a patadas, y a buen seguro con más merecimiento que el empresario, gallego de adopción, porque la envidia ramplona y manida no es más que una zarandaja. Como no me gustan las hagiografías, y el ascenso de Amancio Ortega es de sobra conocido por estudiado, sólo diré que, si pusieran una lupa sobre cada uno de nosotros, no sería difícil encontrar algún claroscuro. Con eso me sobra y me basta para no mirar demasiado la paja en el ojo ajeno pues, como dice el refrán, más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena.

Creo que una buena forma de conocer a alguien es a través de su familia. La relación con su familia para ser más exactos, pues no soy el primero que opina que a la hora de buscar un socio de fiar es necesario saber cómo trata a su madre o a su pareja. Alguien que no quiere a su propia madre o daña a su mujer jamás te respetará a ti. Tardará más o menos tiempo en traicionarte, pero lo hará.

Y aquí es donde aparece la figura de Rosalía Mera, exmujer de Ortega. Una señora que se crió entre retales y alfileres para acabar donando un ingente patrimonio a la investigación de enfermedades raras y dedicar sus últimos años de vida a ayudar a cientos de enfermos, empezando por su propio hijo discapacitado. Una mujer, eso sí, que con el tiempo se convirtió en «la otra», lo que sirvió de acicate para sus detractores.

Ya ven, un matrimonio humilde al que el olfato empresarial, la suerte y una entrega infatigable llevaron a amasar la mayor riqueza conocida. Dos personas con sus filias y sus fobias, como todos, con sus logros y sus pecados, como todos. Pero volvamos a Don Amancio. Bien cierto es que la opacidad con que lleva su vida ensancha el mentidero y, para bien o para mal, alimenta los dimes y diretes, pero de ahí a convertirlo en la diana de la animadversión más furibunda hay un trecho. De manera que en Wall Street se preguntan dónde está España, ese pequeño país donde reside e hizo fortuna el hombre más rico del mundo, y aquí nos preguntamos por qué Amancio Ortega es tan mala persona y no reparte todo su patrimonio entre los españolitos paniaguados, subvencionados y rencorosos; por qué el dueño de Zara es tan ogro de usar un sistema de mano de obra legal aunque poco decoroso en vez de invertir todo su dinero en Bangladesh, Yibuti o Níger. Pues mire usted, seguramente porque Amancio Ortega es un empresario y creo que nunca ha pretendido ser Teresa de Calcuta, y porque si a usted le toca el Euromillón no irá a regalárselo al primero que pase, y porque en definitiva su dinero es suyo y hace con él lo que le dé la real gana, como cuando se gastó 40 millones de euros en comprar 25 equipos de radioterapia avanzada que donó a la Junta de Andalucía para luchar contra el maldito cáncer. Sólo faltaría que tuviéramos que preguntarle a Echenique cuál es la forma correcta de gastarnos el dinero.

Nadie es profeta en su tierra, y sí, hoy estoy demasiado refranero, y eso puedo entenderlo -lo del profeta, no lo del refranero- así que supongo que el vilipendiado oligarca hace oídos sordos reduciendo la estupidez a un zumbido imperceptible, aceptando que es imposible agradar a todo el mundo y viviendo con la tranquilidad de saber que ha creado un imperio de la nada, la obra de toda una vida. Con eso ya puede decir más que muchos. Lo que pase en su conciencia ya es un tema aparte, pero ni yo, ni los miles de andaluces que ojalá encuentren cura a sus tumores, seremos los que le tiren la primera piedra.