En la llamada fiesta nacional, el toro es el enemigo escénico en una batalla de teatro en la que se derrama sangre, alguna vez la del torero y siempre la suya, víctima propiciatoria de una liturgia sacrificial. A cambio reinaba en el paisaje, era una de las enseñas patrias y, en la lírica, al torito se le suponía enamorado de la luna. El Toro de la Vega sin duda era otra cosa, un linchamiento a cuchillo, el esperpento multitudinario de un arte verdadero. El remedo de ayer, que ahora se llama el Toro de la Peña, sólo se ha animado algo con la refriega entre partidarios y detractores, fuera de las tablas del encierro de un toro de nombre ´Pelado´. Hubiera estado bien haberlo indultado tras la carrera, pero no ha sido así, se le ha sacrificado luego sin honores. Si ´Pelado´ pensara, no sabría qué decir, viendo la trifulca interna de su enemigo atávico, para acabar él como siempre.