Después de toparme con varios anuncios de coleccionables, tres titulares sobre la vuelta al cole, un tuit recomendando rebequitas y dos severas predicciones de sendos radiofonistas sobre el mal tiempo que se nos avecina, apagué todos los aparatos que pudieran emitir información, corté la corriente eléctrica, y dicté un decreto para mi casa: el verano no se ha acabado. En vez de firmarlo lo rubriqué con un rotundo: ¡Diantres!

El verano no se ha acabado. Lo grité bien alto para que lo oyera todo el mundo; mundo que a esa hora ya tardía de la mañana era básicamente el perrillo de un vecino que andaba cazando moscas por el patio del edificio y que debió oír mi grito dado que tenía la ventana abierta.

El efecto de mi orden fue inmediato. Empezó a hacer calor en la casa. Fui a poner el aire acondicionado pero temí que al conectarlo se encendieran la radio, la tele, el móvil y la tablet y todos se pusieran a recordarme que se acaba el verano. Temí incluso al lavavajillas, que capaz era también de anunciarme el end del estío en lugar de quitar la salsa de tomate del plato de anoche, que es lo que tienen que hacer los lavavajillas y no incordiar. Total, que no conecté el aire y decidí salir a la calle. Como el ámbito de mi decreto no alcanzaba más allá del portal, justo al salir vi una nube oscurilla. Bajé la vista y vi a un niño con una mochila camino del cole. O camino de una hernia. Observé también a un vecino que se había pasado dos meses en pantalón corto y que hoy llevaba corbata y bigote. Sentí una punzada de frío. Frío suave, pero frío al fin y al cabo. No tuve más remedio que decretar entonces, y es lo que tenía que haber hecho desde primera hora, el verano en mi interior.

Lógicamente se me activó la flora intestinal, me entraron ganas de chiringuito, acudió a mí una sed cervecera o cervecista y se me enrojecieron las rodillas por el sol. Yo soy muy de no echarme crema solar en las rodillas. Luego pasa lo que pasa. La gente se echa crema en las rodillas sin darse cuenta de que al hacerlo exponen en demasía al astro solar los codos, parte igualmente delicada y susceptible de quemadura. Los poetas son muy de declarar el verano en las pantorrillas de las muchachas o en las miradas de las adolescentes o en el fornido torso de los jóvenes, pero deberían también declararlo en los codos y rodillas.

Con el verano decretado en mi interior me dirigí a una agencia de viajes aunque yo en realidad lo que quería era pan, aceite y café. No sé si tendrían viajes al desayuno. Tampoco sé por qué han de llevarme mis pasos donde no quiero. Salvo que el decreto sea un poquito mandón, que va a ser que sí. Para eso es un decreto y no un lavavajillas. Ahora que lo pienso, lo mismo pongo al decreto a quitar las manchas de tomate y ordeno al lavavajillas que pare el fin del verano. La tele de plasma me puede servir de toalla.