Lo malo de nuestros tiempos, tan sumidos en sus premuras cibernéticas, es que alientan un modo de pensamiento superficial concentrado en la información y no en la sabiduría. Por eso a veces, cuando me siento a escribir la columna, estoy tan hastiado de la realidad, de sus urgencias y de su manera de ensuciar la vida, que de pronto, como decía Umbral que solía hacer, me pongo a mirar por la ventana a ver si la vida de verdad me trae algo que no huela a podrido.

Están pasando, ahora mismo, los críos para el colegio. Los miro, tratando de reconocer entre ellos el niño que fui. Ya me gustaría a mí, ahora mismo, tomarme de la mano y llevarme a aquella vieja escuela, a la clase de don Aurelio. Don Aurelio descubrió enseguida que yo sabía leer y de inmediato decidió que amenizara las tareas de mis compañeros con la lectura, en voz alta y de pie sobre una silla, del periódico. Esa era mi primera tarea diaria. Se ve que ahí le cogí el gusto a la cosa y todavía hoy, cuarenta y cuatro años después, lo primero que hago por las mañanas es leer periódicos. Hay cosas que están tan bien que no es necesario cambiarlas nunca.

Poco después don Aurelio seguía en la clase de primero y yo andaba ya por cuarto. El maestro de cuarto se llamaba don José Manuel y era muy moderno. Vestía una rebeca de lana muy grande y con muchos colores, fumaba «Picadura Selecta» que él mismo liaba y le gustaba hacernos pensar. A él le enseñé mis primeros poemas y de él recibí los primeros ánimos para que siguiera escribiendo.

Como verán, debo al colegio aquel mucho de lo que soy. Mi amor por las letras arranca de muy atrás, pero se vio reforzado, aumentado, impulsado por los maestros del colegio aquel por el que, para colmo, deambulaba un cura bueno, un cura que tuvo durante décadas el mismo viejo abrigo al que año tras año se le añadían más remiendos. Se llamaba Francisco Mondéjar, pero todos le decíamos Padre Mondéjar. Murió hace casi veinticinco años y todavía hoy, cuando le recuerdo, se me agarra un nudo en la garganta. Lo que daría yo por salir ahora al recreo y cruzármelo por el patio y decirle «adiós, Padre», aunque sólo fuese una vez más, y que él me mirase, sonriendo, como deben sonreír los santos. Y por leerle un rato a don Aurelio el periódico en voz alta, y por llevarle a don José Manuel mi último poema, a ver si le gustaba… Qué puñetero es el tiempo, que nunca vuelve, que jamás tropieza, que nos quita tantas cosas que nos hacen tanta falta y nos entrega a cambio solo el árido presente.