Anoche tuve una pesadilla horrible. Soñé que el puerto de Málaga era un cadáver sobre el que orbitaban aves carroñeras ansiosas por pillar la mejor tajada. Los barcos fondeaban frente a la bocana pero no podían entrar a la dársena, ya que no quedaba superficie en la que disponer el contenido de sus bodegas; hasta donde abarcaba la vista sólo se veían carpas, bares, hoteles, acuarios, casinos y centros comerciales. En cualquier caso, el metal de grúas y noráis había sido fundido para armar una noria colosal y obtener ferralla para cimentaciones. Quedaba el hierro de la valla portuaria, pero frente a ella y en el lado de Muelle de Heredia se afanaban unos tipos con planos en la mano, dispuestos a saltar la verja con un fervor que ya quisieran para sí los almonteños más acérrimos: en la cara opuesta había suelo virgen para edificar. Hectáreas de muelles pidiendo a gritos hormigón y ladrillos.

Un mugido ronco me despertó. Era la sirena del Melillero que anunciaba su partida. Menos mal, todo había sido la secuela de una mala digestión; en el puerto sigue habiendo buques y gaviotas. Pero no hay que bajar la guardia, el malagueño es un tipo que se tira cinco siglos arrojando bloques de piedra en alta mar, construyendo diques que amparen el tráfico marítimo que da sentido a su ciudad, para después dejarse birlar en sus barbas ese resultado del esfuerzo y los impuestos de muchas generaciones.

Dice la RAE que un puerto es «un lugar defendido de los vientos dispuesto para detenerse las embarcaciones y para hacer operaciones de carga y descarga de mercancías y embarque y desembarque de pasajeros». No cita centros comerciales ni hoteles con casinos o piscinas infinity. Qué sabrán estos académicos.