Me cuenta un adolescente que entre sus amigos se ha puesto de moda firmar contratos de noviazgo de dos semanas de duración. Durante ese tiempo los que lo suscriben salen juntos, se son fieles mutuamente, se ayudan en los estudios y organizan fiestas e incluso pequeños viajes. Una vez finalizado el periodo del contrato, se ponen de acuerdo para actualizarlo o para romperlo. Según ese adolescente, que me ha prohibido usar su nombre o dar pistas sobre él, la idea se les ocurrió a la vista de lo mal que suelen funcionar las parejas de adultos que hay a su alrededor, empezando, claro, la de sus padres. Y porque están hartos de sermones sobre el amor (de sus mayores directos o de esos mayores indirectos que construyen las películas, las canciones, los cómics y las novelas que frecuentan), de programas de televisión en el que chicos y chicas desconocidos entre sí (y combinados al modo clásico o según alguna de las innumerables modalidades de relación contemporánea) son encerrados en un restaurante durante unas horas o en una casa durante unas semanas, y de inercias sociológicas relativas a los sentimientos, la familia o el sexo con las que no terminan de estar nada cómodos. De entrada, con su contrato de dos semanas estarán siempre a tiempo, afirma mi informante, de revertir equivocaciones antes de que se metamorfoseen en trampas o cloacas emocionales.

Sorprende y es de admirar tanta claridad en criaturas que rozan por arriba o por abajo los 15 años, una edad en la que la presión social para que comiencen a exprimir medias naranjas hasta encontrar la destinada para ellos por la Eternidad o el Corazón es brutal. A los adolescentes les hemos condicionado, con muy eficaces técnicas de control de la voluntad y del pensamiento subliminares, para que midan su valía en función del éxito o del fracaso que tengan a la hora de ennoviarse. Los demás éxitos o fracasos (en los estudios y en los deportes, en las discotecas y las actividades extraescolares, en la elección de la ropa y de los complementos, ante el espejo de cristal y ante el espejo de los compañeros) sirven en la medida en que contribuyen a seducir y a enamorar a cuantas más personas mejor. Una situación que, además, se retroalimenta: es fácil que el que no seduzca ni enamora acabe desentendiéndose de las otras cosas y que descuide su desarrollo integral, lo que explica que haya, en la población a partir de los veinte, tal caterva de desertores de sí mismos, de inmaduros crónicos, de profesionales desmotivados, de carne de cañón de consultas psiquiátricas y psicológicas, y de individuos que han usado sus grandes dones naturales para comprarse baratijas existenciales.

Dos semanas renovables en un contrato de pareja no parece mala solución, aunque sea provisional, para ir aprendiendo en carne propia de qué va esto del otro y de la otra, de las intensidades de la piel y de los latidos del alma, de la logística del día a día cuando hay que organizarla de común acuerdo, del modo en que esta asamblea de dos miembros ha de compaginarse con la otra más numerosa que forman el resto del mundo, de cómo se pertrechan y se organizan las retóricas del poder, etc. En dos semanas hay tiempo para saber lo esencial sin apenas margen para caer en lo sucio, lo triste o lo errado. Por no dar tiempo, casi no lo da ni para caer en la tentación de traicionar ese contrato. Felicidades, por tanto, a quienes se les haya ocurrido una idea tan brillante.