"Cada día vendo menos periódicos. La gente sólo quiere revistas". Me lo dice mi kiosquera todos los fines de semana. Los tres días en los que me tiene preparado el hatillo de prensa con sus respectivos suplementos, y los coloquiales buenos días. Es como entrar en un café y que el camarero te ponga tu doble americano con la cómplice rutina del que sabe que no quieres azúcar ni el 5% de la vuelta que dejas de propina. Sólo que a Lola, a pesar de los años, le gusta inclinar la cabeza en su ventana y con su medio lápiz trazar la cuenta en una esquina de portada. Siempre la misma. La que coloca la última y en la que la cifra sobre el papel parece el precio de una metáfora. «La gente sólo quiere internetes con letras grandes, gratis y que se lean rápido». Lleva razón mi Lola, analista. El periodismo no se vende. Ha perdido el pulso con la política y el afecto de sus lectores. A lo primeros les entregaron los cuatro mandamientos de Camus: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación. La independencia y la crítica por ingresos publicitarios contra las pérdidas. A los segundos les cambiaron la calidad de las buenas historias y el rigor de las informaciones por la última tontería viral de las redes sociales, los cotilleos del corazón, la información básica y la deficiencia del lenguaje. Sin calidad del idioma, personalidad del tono ni definición del mensaje, dejaban de lado a sus lectores para captar otros que nunca serán asiduos de periódico.

¿Sabemos qué prensa queremos leer? ¿Nos hemos acostumbrado a un lenguaje y a una conciencia que nos alivie y no nos fatigue ni interrogue?

Sin talento para la escritura, sin rebeldía contra cualquier tipo de censura, y sin un buen conocimiento de la lengua, las palabras son incapaces de cuestionar la realidad y sacar a la superficie otra versión más incómoda y convincente. El viejo periodismo de Delibes, de Camba o de Chaves Nogales entre otros nombres maestros, su honestidad moral y su simbiosis con la literatura, apenas se rubrican en prensa. La mayoría de las empresas eligieron antes de la crisis una escritura que no reivindique la insumisión de los adjetivos, las cicatrices del verbo, la experiencia del sujeto para interrogar qué hay al otro lado del discurso de lo conveniente y lo comercial. Sucede igualmente en gran parte del mundo editorial. La cultura del lenguaje y su ambición, saber medir las palabras -pie chico, pie largo-, saborear los silencios y las sombras que suceden en una frase no son un negocio redondo. Una certeza en la que también tiene su parte de culpa el pavoroso descenso del nivel educativo del país y la escasa preocupación social por demandar una información lo más veraz posible, y la marca de una mirada, de un estilo en la escritura, de una actitud.

¿Sólo le exigimos a las palabras corrección, igualdad y pulcritud, como ha hecho la alcaldesa de Madrid? ¿Por qué hemos dejado de viajar y de pensar con ellas? ¿Se desprecian las formas del lenguaje y los errores lingüísticos? ¿De verdad tiene tanto valor más el peso de la imagen tan fácil de ser manipulada?

Qué poco se estudian las palabras. Sus secretos, sus ámbitos, la historia de la que proceden, los diccionarios que las definen, los campos de batalla en los que se distinguen su valor, su sigilo, su capacidad de seducción, las estéticas que las desinhiben y la ética que las engrandece. Del conocimiento de su naturaleza depende el cromatismo del lenguaje, la realidad y sus posibilidades. La perfección de la palabra es insaciable. Han de buscarse siempre las precisas, las idóneas, las que no pueden ser sustituidas, las que en su ritmo late la música y en su engarce la fuerza del concepto. La palabra es responsable de lo que dice, y de la forma en cómo lo dice. Nunca es neutra. Ni en el periodismo ni en la poesía. Ni siquiera en la piel desnuda del cuerpo en el que los dedos susurran lo que la voz calla. La palabra es un posicionamiento, un retrato de lo que somos. Sin palabras lo real se desarma, la memoria se silencia, la libertad no se convive. Su buen uso es una responsabilidad del periodista.

La derrota del lenguaje comenzó en la enseñanza. Hace mucho desasosiego que no se sabe transmitir la importancia de la sintaxis, la riqueza del léxico, la pulcritud de la ortografía. Y que la lectura es la papiroflexia de la imaginación, y que su hábito va edificando la identidad con la que responder a las exigencias de la vida, resistir a los embates del destino, crear nuevas preguntas para crecer y saber defenderse contra los ruidos políticos, económicos y de la propia naturaleza humana con los que nos agreden y empobrecen. Leer transforma el lenguaje en una aventura y derriba molinos. Sin embargo hace décadas que en este país no es presente de indicativo. Los últimos datos del Observatorio de la Lectura y del Libro cifraron en un 40% los españoles que reconocen no leer nunca y del 60% restante un tercio lee a diario y el 45% lee menos de cuatro libros al año. En el conocimiento gramatical y adecuado uso del castellano avergüenzan las cifras suspensas de nuestro alumnado. Y según la EPA tenemos 36.000 periodistas parados. ¿Para qué perfil se escriben o deben escribirse entonces los libros y los periódicos? Sin conocimiento ni análisis independiente ni ficciones de lo probable, capaces de alentar en los ciudadanos imaginación y espíritu crítico, es difícil resolver las ecuaciones del progreso y del futuro. La prensa apenas despeja sombras y se arriesga a alumbrar caminos. Su lenguaje es un puro acto notarial. Y pocos son los libros que apuestan por ser luciérnagas en la oscuridad y orientar una dirección o una metamorfosis. Ante este panorama donde adentrarse en lo escrito es como una inmersión en un spa ¿harían caso las empresas a los detectives del lenguaje de la Academia si reclamasen la excelencia del periodismo, una escritura que no deje de examinarse a sí misma en las preguntas de lo qué sucede? Cada cual está solo en su responsabilidad de cargar con ese destino, al que a veces le falta el dedo de una mano. De la pérdida lo que importa es la manera de contarla. Y del porvenir que el periodismo no de su piel por vencida.

En Medellín el Festival Gabriel García Márquez de Periodismo reúne a partir del próximo jueves a más de 80 invitados de 20 países para tomarle el pulso al oficio a través de exposiciones, conferencias y talleres -además del vigésimo premio que lo prestigia- en los que tomarán parte el ex director del Boston Globe, Martin Baron, ganador del Pulitzer 2003 por destapar los abusos sexuales en la iglesia católica de Massachusetts llevados al cine por la película Spotlight, el célebre reportero del mundo Jon Lee Anderson y el cronista argentino Martin Caparrós. Dos nombres en permanente estado de alerta frente a la política, las guerras, incluso las grandes palabras. Mientras haya escritores de prensa de su talento, junto con el de otros que trabajan en las periferias de las empresas y de las geografías, el periodismo seguirá siendo una esperanza. También para Lola y su marido Antonio, que madruga a diario y reparte por el barrio las noticias a pie de puerta. Uno o dos ejemplares diferentes en La república de esta casa, Hotel mamá, Welcome o Bienvenidos con cita previa entre otros felpudos con estilo. La información a medias con el desayuno o para llevársela puesta por encima desde que se entra en el ascensor. Un periodismo con un lenguaje en el que suceda lo que se cuenta, lo que se denuncia y lo que se sueña.