Algunas asociaciones de familias han iniciado este curso escolar con una serie de acciones de protesta contra los deberes. Las familias se quejan de la cantidad de tiempo que sus retoños tienen que dedicar a la desagradable tarea de completar en casa lo que se explicó durante la mañana en el colegio. Así las y los chiquillos no pueden acudir con tranquilidad a la piscina, clases de ballet, judo, tenis, música, fútbol e idiomas a las que los padres los apuntaron y que convierte las tardes de lunes a viernes en un sinvivir correteando de un atasco a otro, con la lucha por el aparcamiento de por medio. En efecto, ser padre en España es como ser científico, significa penurias y desasosiego, que se añaden a la copa de esa incompatible coctelería sentimental que conlleva el hecho de ser padre como cosa en sí, dicho esto como si fuéramos filósofos alemanes que es el modo más certero de no decir nada con aires de sentencia trascendental.

Quizás el problema de los deberes consista en que la sociedad española aún no ha hecho sus tareas, sobre todo esa de crear una sociedad de ciudadanos radicados en España para que podamos usar sociedad y española juntas en un mismo sintagma como cosa en sí y no como clisé vacío de significado. Por lo pronto, deberíamos instaurar un horario laboral que permitiera la crianza de los hijos para quien los tenga, o el mero disfrute de los cuatro días que nos corresponden de paso por este mundo. Los horarios laborales españoles son asesinos cuyas primeras víctimas son las relaciones entre las personas, familiares o no. Me sorprende que, a pesar de la revisión de la historia reciente de nuestro país que se está llevando a cabo durante la última década, ninguna institución haya peleado por la vuelta al horario natural que Franco alteró para que en Madrid y Berlín sonaran las campanas de las iglesias a un mismo tiempo. Esa hora de más que arrastramos altera los biorritmos y provoca la necesidad de un largo paréntesis al mediodía que luego debe ser compensado por la jornada laboral de tarde. Para no parecer filósofo alemán, los horarios partidos junto con el necesario trabajo de los dos cónyuges hacen que las y los hijos se estén criando solos.

Cada vez que se habla del problema de la enseñanza, el gobierno de turno proclama una nueva ley que es lo mismo que llegar a un fuego impregnado en gasolina. Los relativamente malos resultados que arrojan los informes como el PISA reflejan un mal diseño de la sociedad española que, entre otras cosas, afecta a su educación, no al revés. Pretendemos que los adolescentes coman solos y luego se pongan a estudiar rodeados de una oferta de ocio increíble a golpe de ratón o mando, hasta que lleguen sus padres que apenas los ven antes de ir a la cama. Un buen número de familias sacrifican sus tardes corriendo de centro deportivo hacia la academia porque consideran que es lo mejor que pueden hacer por su prole. Cuando lo mejor que pueden hacer unos padres por sus hijos es estar sentados junto a ellos.

Si toda la familia se reuniera a una hora razonable de la tarde, si las familias perdiesen un poco de ese estrés de apuntar a las y los niños a todo lo que ellas no pudieron disfrutar y si se sentasen un rato para hacer los deberes junto a sus hijos, descansar, organizar la mochila, cenar temprano y a la cama, puede que nos convirtiéramos en un lugar como Finlandia, Holanda, Francia, Italia, Estados Unidos y otras muchas sociedades que han sabido conciliar trabajo, familia y escuela. Los españoles cultivamos ciertos tópicos negativos de nosotros mismos, hasta el punto que unos quieren separarse de otros como solución. Somos gentes muy trabajadoras y sacrificadas que en muchos casos padecemos jornadas próximas a la explotación laboral, pero como decía un famoso anuncio, la potencia sin control no sirve para nada. Primero hagamos nuestros deberes como sociedad y luego veremos la utilidad de los deberes como cosa en sí, sintagma de por sí vacío pero con el prestigio de todo lo que nos viene de Alemania aunque sea un pervertido uso horario.